Se coló la clave en las bulerías y tembló el Tablao en Casa Tatú la noche del cuarto domingo de diciembre, justo un día después del Día Nacional del Candombe y a unas cuadras de Isla de Flores, donde el chico, el repique y el piano acompañaban el flamear de las banderas. Dos peregrinajes distintos sacudían las calles del Barrio Sur: los que se movían al compás de la clave, y los que íbamos en 12 tiempos al tablao.
Apenas pasados unos minutos de las 20:00 de una noche que hacía honor a la flamante temporada estival, Casa Tatú (Maldonado 880 casi Convención) abrió sus puertas para recibirnos en su jardín, acondicionado para que todos pudiéramos disfrutar del flamenco. Entre el verde de las plantas y las escaleras de hierro que llevaban a múltiples azoteas, las mesas y las sillas se disponían todas de cara al escenario. El tablao esperaba impertérrito en un rincón del patio. Detrás, dos longevos muros de ladrillo se lanzaban al cielo. Delante, una hilera de luces daba inicio al proscenio.
La rueda comenzó con tres bailaores, dos guitarras, dos cantaores y dos percusionistas. Uno de ellos, Joaquín Bértola, quien el 17 de noviembre explicó en (H)ablando ciencia su trabajo de fusión entre el candombe y las bulerías: las candomberías.
Fue entonces que la música invadió el patio, la voz de Lucila Scariato impactó con su expresión y los tres bailaores, Dayana González, Tatiana Ruiz y Diego Pereira, se presentaron haciendo sonar las endebles tablas del piso.
Las arengas se filtraban entre las mesas enardeciendo los ánimos de Diego mientras él hacía su solo, a la vez que la áspera y potente voz de Paco Romero delataba su origen gitano. Las guitarras de Maikel Pereyra y de Gonzalo Franco se batían a duelo generando un clima de fiesta que daba muestras de que la noche acababa de comenzar. Se produjo así la pausa. Los artistas bajaron del escenario y recibieron los primeros elogios y saludos de un público que comenzaba a moverse en busca de refrigerios que ayudaran a llevar la espera.
Sin previo aviso llegaron ellas. El auditorio desprevenido, con el oído acostumbrado a los 12 tiempos del flamenco, quedó maravillado ante el espectáculo que los cajones flamencos de Joaquín Bértola y de Gerardo Martínez brindaban perdiendo un tiempo. Las candomberías duraron lo que un suspiro. Fueron solo algunos minutos que, si bien alcanzaron para sentir la mezcla exquisita entre los dos estilos musicales, no fueron suficientes para aquellos que fuimos con ganas de sentirlas y de vibrarlas. Nos quedamos con ganas de más. Los aplausos hicieron eco en Casa Tatú, y ambos percusionistas se mostraron satisfechos por su desempeño y felices por el clamor del público.
La segunda parte tuvo dos colores: el dolor y la alegría. El negro se plasmaba no solo en el canto de los cantaores, sino también en los gestos y los movimientos de Dayana. La bailaora, dueña del escenario, logró transmitir con su cuerpo lo que las letras lloraban. Los negros flecos de su mantón giraban y acariciaban el rostro sufrido de Dayana. Luego, apareció el rojo mantón de Tatiana para dar comienzo al final de la fiesta. Al término del tercer baile, subieron al escenario otros bailaores amigos, que sin portar los atuendos flamenqueros, daban muestras de sus habilidades en la materia. El público disfrutaba la fiesta, que podría haberse sostenido por un largo tiempo más, de no haber sido por el escenario que trepidó ante la euforia de tanto bailaor y puso fin a una noche sublime.
Texto: Paola Melgar