En la columna anterior presentamos algunos de los problemas que naturalmente surgen a partir de las denominadas guerras de la ciencia, aunque nos dedicábamos especialmente a exponer las relaciones entre el relativismo epistémico, el construccionismo social y las ciencias humanas y sociales (1). Sin embargo, hay una pregunta que, con suma pertinencia (y algo de ironía), podríamos expresar del siguiente modo: ¿por qué, vaya casualidad, la jerga y el sinsentido encuentran un nicho más acogedor en las ciencias humanas y sociales? En esta entrega nos dedicaremos, más que a llevar a cabo una apología de estas últimas, a deslizar una posible réplica a los críticos del relativismo epistémico y el construccionismo social e, indirectamente, a quienes desconfían de los procedimientos de validez de las ciencias, más allá del dominio de las ciencias naturales (o, incluso, de ese campo alado que constituye las ciencias formales).
En el intento (seguramente vano) por responder, nos referiremos a la propia estructura de las ciencias humanas y sociales y, en particular, a sus objetos. Según el canadiense Ian Hacking (un filósofo de la ciencia contemporáneo) podemos establecer algunos criterios de distinción entre ciencias basados fundamentalmente en el concepto rector de clases. Además de recomendar algunos textos que ya han sido publicados sobre la temática (2), nos proponemos explicar la distinción entre clases naturales y clases humanas y, así, ofrecer una posible explicación comprehensiva acerca del problema que hemos venido presentando desde nuestra primera columna.
En un libro que lleva por título La construcción social de qué (3), Hacking expone tanto los límites de lo que se presenta como un construccionismo social universal (¿qué no parece ser socialmente construido hoy en día? Por ejemplo, ¿podríamos hablar (y rozar el absurdo) de la construcción social del Holocausto?), con deliberadas intenciones políticas más que teóricas (tal como recordará el lector, el construccionismo, asociado al acechante posmodernismo, es blanco de crítica de los propios Alan Sokal y Jean Bricmont), como también algunas claves para pensar las diferencias entre ciencias.
Centrándonos en estas últimas, creemos que es posible vincular la denuncia emanada de las guerras de la ciencia con las consideraciones acerca del objeto de las ciencias humanas y sociales, es decir, las clases humanas. La especulación endémica con la que parecen contar aquellas se explica, en parte, por su imposibilidad de remitirse a estándares o criterios de justificación totalmente estables; algo que, sin embargo, parece ser un carácter intrínseco del quehacer disciplinar más que un síntoma de debilidad al respecto del carácter universal de su legitimidad.
Expliquemos un poco lo del carácter intrínseco. A diferencia de las clases naturales, intuitivamente aprehensibles, y a las cuales, por ejemplo, refería Martín Buschiazzo en su pasaje por (H)ablando Ciencia al explicarse en detalle acerca de las especies de animales (4), las clases humanas, según nos explica Hacking, cuentan con una característica exclusiva: son clases interactivas. Por contraposición a las naturales, a las que Hacking caracteriza como clases indiferentes (piense el lector en la nula repercusión que tiene para un anfibio el hecho de clasificarlo como tal o de diagnosticarle algún tipo de enfermedad), las humanas provocan reacciones en el objeto clasificado, es decir, interactúan con él. Cuando, por ejemplo, un diagnóstico médico o psicológico recae sobre una persona (la mayoría de los ejemplos de Hacking van en este sentido), esta, en consecuencia, interactúa con una clase humana (como podría ser, por ejemplo, un trastorno específico).
¿Qué es todo eso de la interacción? Lo que el filósofo intenta explicarnos al referirse a la interacción es que, al menos en el dominio de las ciencias humanas (y sociales), las clases (universales) no necesariamente preexisten a los elementos (particulares) que integran a estas últimas. La contingencia humana, y las instituciones que permiten la reproducción de una categoría que eventualmente nuclee a ciertos individuos, implica una relación dinámica, es decir, genera efectos en el propio desarrollo personal. En este sentido, y siguiendo los ejemplos de Hacking, el lector puede pensar en las graves consecuencias que tiene para una persona ser consciente de que ha sido abusada (Hacking también aprovecha su ejemplo de abuso infantil, en cuanto que clase humana, para objetar al presunto relativismo de los valores morales que rige las sociedades occidentales contemporáneas ya que, vale preguntarse, ¿acaso alguien podría rechazar la inmoralidad de semejante cosa?) y, sobre todo, que ello implica un trauma psíquico con el que deberá convivir el resto de su vida.
La salida de Hacking, según parece (quizá el lector intuya un desacuerdo, lo cual sugiere que deberá remitirse al texto en cuestión), mantiene un carácter modesto en el marco de las guerras de la ciencia. Mientras sostiene un construccionismo social moderado respecto a las clases humanas (ya que estas últimas necesariamente interactúan con los elementos que las integran) también rechaza que en las ciencias naturales rija la misma dinámica, es decir, que los objetos particulares permitan modificar la categoría que los reúne. Al respecto, puede considerarse, por ejemplo, cómo es posible que existan especies extintas, a pesar de que (obviamente) en la actualidad no exista ningún animal que sea contenido en dicha categoría; y, en cambio, sea legítimo preguntarse: ¿cómo es posible que, hasta la década de 1960, la clase de abuso infantil no fuera distinguida de la mera crueldad hacia los niños?
La advertencia de Hacking, finalmente, se orienta hacia los límites, tanto de un construccionismo social exacerbado, como de la crítica superficial dirigida a la presunta vaguedad de las ciencias humanas y sociales. Ciencias incómodas estas últimas que no parecen poder regirse por la inevitabilidad; o, dicho de otro modo, necesariamente deben regirse por las condiciones de posibilidad de sus objetos y conceptos.
Texto: Agustín Aranco y Rodrigo García
Foto: Rodin Museo