En nuestro tiempo, las ciencias humanas y sociales (llamémoslas así, aunque sus límites parezcan no ser lo suficientemente claros) aún cuentan con grandes dificultades para legitimarse socialmente, al menos en comparación con el dominio de las ciencias naturales (biología, física, química, etc.). Mientras estas últimas parecen contar con criterios estables y capaces de ser universalizados sin mayores dificultades, por el contrario, al quehacer social o humanístico todavía le corresponde, según algunas perspectivas, el carácter de opinión antes que el de ciencia, en la medida que, aparentemente, se halla fatalmente ligado a la actividad especulativa (1).
Quizá usted, lector, tampoco tenga demasiado claro por qué continúa en pie lo que aparenta ser tan solo un resto anticuado en nuestro creciente mundo tecnocientífico. Nuestra intención, más que defender una posición, es arribar a una comprensión cabal de lo que subyace al problema de las denominadas guerras de la ciencia, la cual interpela a la filosofía y la sociología de la ciencia contemporáneas (2). Una discusión que, por otra parte, resulta especialmente controvertida en lo que respecta al relativismo epistémico.
¿Qué es eso del relativismo? Comencemos con un ejemplo. En el breve cortometraje Matemáticas alternativas (de apenas nueve minutos) dirigido por David Maddox y disponible desde 2017 (3), se muestran con éxito (verifíquelo el lector) las absurdas consecuencias que supone la negación de la verdad matemática. El audiovisual (algo exagerado, es cierto) nos interpela directamente al provocarnos la misma extrañeza con la que una maestra de una escuela norteamericana descubre que, al parecer, dos más dos no necesariamente tiene como resultado cuatro; o, lo que es lo mismo, que dos más dos sea cuatro no siempre es verdadero. Al menos así lo creen algunos padres y colegas, al punto de que el audiovisual expone a la maestra en lo que a todas luces es una escena increíble: debe dar explicaciones acerca de su obstinada postura de que dos más dos no puede no ser cuatro.
Matemáticas alternativas nos ofrece el puntapié para intentar definir el concepto de relativismo y, todavía de modo más preciso, el de relativismo epistémico. En este sentido, podemos afirmar que toda perspectiva relativista supone la negación de estándares de justificación o de verificación más allá de las condiciones particulares que constituyen el contexto (social y cultural) en el que se lleva a cabo una afirmación. En el caso de nuestro ejemplo, la verdad de un enunciado matemático no es intrínseca a este último sino que, por el contrario, aparece como necesariamente vinculada (o, mejor, relativa) a las convenciones sociales o a las distintas perspectivas que eventualmente se tengan sobre ella, ninguna de las cuales será superior a otra; esta imposibilidad de ajustarse a criterios únicos es, finalmente, lo que conduce a que la maestra sea socialmente condenada por haber hecho algo que parece extremadamente corriente: corregir una operación matemática en la que un alumno se ha equivocado.
Tratemos un segundo ejemplo, aún más revelador para nuestros intereses. Alan Sokal y Jean Bricmont, ambos físicos reconocidos, llevaron tan lejos su férrea oposición a la tradición francesa post-estructuralista que, en su libro Imposturas intelectuales (4), recogen un paper (como se le llama en la jerga al artículo académico) publicado por Sokal en 1996 bajo el absurdo título de Transgredir las fronteras: hacia una hermenéutica transformadora de la gravedad cuántica (animamos al lector a que lo busque en Google). En este paper pueden hallarse, además de citas textuales de autores enmarcados en dicha tradición, metáforas, licencias poéticas y tesis inverosímiles; basta decir, por ejemplo, que Sokal inicia su artículo con la pretensión de superar el “dogma” por el cual se ha establecido que la realidad física no es una construcción social:
Muchos científicos, sobre todo físicos, siguen rechazando la idea de que las disciplinas que practican la crítica social o cultural puedan aportar algo, como no sea de forma marginal, a sus investigaciones. Su rechazo es aún más drástico, si cabe, ante la idea de que los fundamentos mismos de su visión del mundo hayan de ser revisados o reconstruidos a la luz de estas críticas. Por el contrario, se aferran al dogma […] que se puede resumir, brevemente, de la siguiente forma: existe un mundo exterior, cuyas propiedades son independientes de cualquier ser humano individual e incluso de la humanidad en su conjunto (5).
El construccionismo social, que aparece indirectamente ironizado en la cita anterior, no se aleja demasiado de un relativismo epistémico, ya que, como rápidamente advertirá el lector, aceptar un construccionismo social (y, por lo tanto, negar que necesariamente exista una realidad externa independiente de usted y de mí) tiene notables consecuencias relativistas. A grandes rasgos: si todo es y puede ser construido socialmente, entonces, ni siquiera podríamos hallar hechos o datos constatables mediante la experiencia (sus sentidos o los míos) sin que estos últimos puedan, eventualmente, ser objeto de controversia. Y aquí alcanzamos el principal blanco de crítica de los autores (quienes prefieren, sin embargo, aducir que su rechazo es al posmodernismo, quizá por las implicancias políticas de sostener un relativismo): el relativismo epistémico, así como el construccionismo social que parece alentarlo.
Ante lo expuesto, el problema parece estar bastante claro. Si al inicio de esta columna expresábamos, aun incipientemente, la discusión en torno a las guerras de la ciencia, en este momento podemos afirmar que una de las razones de la sospecha ante el quehacer de las ciencias humanas y sociales es su eventual proximidad con un relativismo epistémico o, en su defecto, con un construccionismo social; al menos en comparación con el resto de las ciencias. El porqué de esto último, por otra parte, será abordado en nuestra próxima entrega.
Texto: Agustín Aranco y Rodrigo García
Foto: Rodin Museo