Michel Foucault, filósofo francés, murió de sida en el año 1984, para ese momento era el pensador más influyente y leído del mundo occidental. Su idea de que el poder es una red compleja y multidireccional define el escenario internacional del nuevo siglo. Es probable que, por ello, aún bajo los efectos de su filosofía, el profesor Darío Sztajnszrajber diga que Foucault “está de moda”: este pensador aún habla de cosas que nos pasan, y las categorías que establece nos ayudan a pensarnos, en tanto que cuestionan la realidad que vivimos hoy.
Entre los años 60 y 70 los límites del poder y las libertades individuales estuvieron en el centro de las discusiones de movimientos de artistas, intelectuales y estudiantiles, esto generó un clima de cambio cultural. Es entonces cuando Foucault revoluciona los estudios sociales, incomodando con sus ideas e imposibilitando que el mundo se mire de la misma manera.
Lo cuestiona todo.
Darío Sztajnszrajber, conocido filósofo, maestro en cierto sentido, divulgador, generador de inquietud por la filosofía y el saber, se sienta en una silla tras una mesa ubicada en el centro del escenario de la Sala Zitarrosa de Montevideo. Frente a él, nosotros, el público, dispuesto a entender algo sobre Foucault a través de una persona que lo interpreta. Y ese saber que emite, resultado de la interpretación, es el motivo por el que él está allí, de ese lado, y nosotros aquí, de este otro lado más pasivo. Se produce, así, una relación de poder legitimada gracias a dispositivos hermenéuticos.
La propia exposición es un dispositivo hermenéutico
Según Sztajnszrajber, la filosofía es la invención de estructuras conceptuales: invención de metáforas, formas de interpretar la realidad o, dicho de otro modo, dispositivos hermenéuticos.
Dispositivo proviene del verbo disponer, y hace referencia a las formas de ordenar los conceptos para entender algo; hermenéutico hace referencia a la interpretación subjetiva de aquellos conceptos ordenados. En este sentido, toda la filosofía de Foucault se basa en el cuestionamiento radical a la existencia de un orden natural, objetivo. Foucault establece que todo orden es siempre un acto de violencia y que no hay algo por fuera de lo que se construye que valga por sí mismo. El dispositivo hermenéutico, por tanto, es todo lo que hay y constituye la forma de ordenar el sentido de la realidad y, como consecuencia, de entenderla.
Es así que Sztajnszrajber está interpretando a Foucault, es decir, ejerciendo desde una posición totalmente subjetiva el poder de ordenar los conceptos adquiridos del filósofo al que interpreta. La propia exposición de Darío es un dispositivo hermenéutico.
La construcción del yo
No solo todo orden es un acto violento, sino que, según Foucault, no hay orden, este es siempre impuesto, y quien lo impone ni siquiera es el sujeto. “Acá viene lo más traumático cuando alguien lee a Foucault”, asegura el divulgador argentino: “Parece ser que según Foucault no hay nada natural y que, por tanto, todo orden es siempre subjetivo, pero para Foucault el sujeto ha muerto”. Y a este respecto se pregunta: “¿Cómo mierdas sostenés que no hay un orden objetivo y que todo es subjetivo si el sujeto no está por sí mismo, es decir, si el sujeto está sujeto, sujetado (dependiente de otra cosa, que no es sí mismo)?”.
Ser sujeto de por sí es una construcción, y ser sujeto es ser un yo, siempre construido. A su vez, esta construcción la crean las estructuras que nos sobrepasan y que generan dispositivos con los que nacemos y que nos condicionan de forma previa. Gracias a estos dispositivos uno ve lo que está dispuesto para ver, y, a su vez, la luz que permite esa visión, ese conocimiento, es el dispositivo mismo.
No hay un yo al margen de las estructuras que lo rodean, que lo componen, que lo invaden y que le afectan, y no hay construcción de sujeto al margen de todos los dispositivos condicionantes en los que nacemos y crecemos, que ejercen un poder determinado en tanto que establecen la forma en la que debemos construirnos.
El poder de las estructuras
El poder en Foucault es un concepto central para entender nuestra realidad social. Sin embargo, dónde está, qué es y cómo actúa se le escapa de las manos constantemente, hasta que se da cuenta de que el poder está en nosotros mismos, en tanto que sujetos construidos por algo que nos excede. Reproducimos ese poder en el mismo acto en que queremos sacárnoslo de encima.
A Foucault se lo ha considerado un pensador estructuralista, y esto es así por la importancia que le otorga, precisamente, al poder de las estructuras, que nos condicionan. Un ejemplo de este tipo de estructuras condicionantes es el lenguaje, considerado desde esta perspectiva como una institución y, en tanto tal, como un dispositivo, una forma de ordenamiento. En este sentido, el lenguaje es el dispositivo más efectivo, ya que condiciona nuestra forma de hablar y de ver la realidad, y reproduciéndolo no hacemos otra cosa que afianzar, precisamente, las estructuras que nos dominan. “El lenguaje nos usa a nosotros más que nosotros a él”, dice Darío Sztajnszrajber. Sin embargo, se pregunta: “¿Cómo te das cuenta de que todo está condicionado si lo estás pensando con el mismo pensamiento que decís que está determinado? El lenguaje es la principal herramienta que condiciona y distorsiona la realidad, y se aprende que el lenguaje distorsiona, justamente, con el lenguaje distorsionado y distorsionador”.
Foucault siempre busca dispositivos previos al sujeto. El sujeto no los elige, más bien los dispositivos condicionan y construyen al sujeto. La clave de su filosofía es alertar que las zonas que se piensan no construidas son las que más construidas están.
Saber es poder
El poder es la instalación, como algo normal, del interés propio, formando saber y produciendo discurso. A partir del tópico saber es poder, Foucault se pregunta cómo actúa el saber para articular el poder: un grupo de poder establece qué es la verdad, y el saber es lo que un grupo de gente comparte y lo que decide como la verdad. La verdad, así, define lo correcto y lo incorrecto, la bondad y la maldad, lo normal y lo patológico. A través de esta verdad el poder disciplinario, el estructural, controla y guía la voluntad y el pensamiento en lo que él llama normalización. Normalizar significa asegurar que los individuos cumplen su rol dentro de un cuerpo social, y es por medio del lenguaje que se normaliza dicho cuerpo social.
Las instancias de producción discursiva, de producción de poder, de producción de saber y de conocimiento son, al fin y al cabo, las instancias de producción de la norma, proclamada verdad. Dicha verdad se in-corpora (penetra en el cuerpo), se introduce bajo las conductas, se interioriza como natural en la vida y en el día a día de todos los sujetos. Es evidente, por tanto, que hay una clara relación entre el poder y el saber, entre quienes adquieren los conocimientos y quienes imponen las pautas, las determinaciones y las leyes, al servicio siempre de un sistema productivo en el que estamos inmersos sin posibilidad de escapar.
La función de dichas pautas, determinaciones y leyes, de dichas normas, en tanto que imposiciones que tenemos que seguir o a las cuales debemos ajustar nuestra forma de ser y de estar en el mundo, es regularizar y normalizar ciertas conductas y dinámicas, introducidas en un discurso elaborado, de forma que sean prácticamente imposibles de identificar. El fin de dicho discurso es garantizar que tanto las mujeres como los hombres cumplamos, dentro del conjunto de la sociedad, ciertas funciones que permitan sostener un sistema capitalista repleto de modos de consumo de estereotipos normativos y de modos de relación tanto en el ámbito de lo privado como en el de lo público.
Reproducimos el discurso que fomenta la desigualdad y la injusticia. Esto se debe a que dicho discurso no se encuentra instalado solamente en la estructura externa con respecto al sujeto. Si esto fuera así, señalarlo no sería tan arduo. Más bien, el discurso también se encuentra en su propia estructura interna, pues nosotros mismos, en tanto que sujetos, somos el resultado de la producción de una realidad que responde a normas concretas, y el discurso forma parte de lo que venimos siendo.
Hay un poder que utiliza el saber para legitimarse, según Foucault, y el interés propio se hace pasar por universal. El poder es pensado como represión, como algo cerrado en sí mismo, fuera de nosotros, y, sin embargo, el poder es positivo porque produce normalidad.
Somos producto de la normalización, y cuanto más invisible es una estructura normalizada, más efectiva es. Somos nosotros los que reproducimos el poder permanentemente en los actos en los que actuamos en el momento en el que actuamos de forma “normal”.
El poder de las instituciones
Los estudios de Foucault acerca del sistema de poder parten del análisis de las cárceles como modelo de disciplinamiento. Analiza también el funcionamiento de los manicomios, los hospitales y los asilos de ancianos, estructuras que lo ayudan a redefinir los sistemas de poder instaurados y aceptados socialmente, y que reafirman su propio poder. Otras de estas estructuras son el hogar y la escuela.
En su libro Arqueología del saber (1969), los saberes o discursos son fruto de determinadas condiciones, por muy naturales o evidentes que puedan parecer. Las prácticas sociales se apoyan en definir algo por su opuesto; este lenguaje, esta forma de articularlo, define al discurso.
En Las palabras y las cosas (1966) expone que el discurso sobre la locura producido por psiquiatras, psicólogos y trabajadores sociales, entre otros, define la locura como anormal. Esto, por tanto, define la normalidad. Se da un juego por el cual el lenguaje y la realidad son construidos en base a antagonismos. A través de la anormalidad se establecen las relaciones de poder en una sociedad: la persona normal tiene poder sobre la anormal.
La locura —y por lo tanto la anormalidad— implica la exclusión de cierta gente a través del confinamiento y el encierro, según escribe Foucault en Historia de la locura en la época clásica (1961). No hay ninguna patología natural, lineal, que se llame locura y por tanto la locura no es más que construcción de sentido.
Hoy en día, asegura Sztajnszrajber, no se excluye, se recluye. En Vigilar y castigar (1975), expone que el mecanismo de la exclusión cambia en la modernidad democrática por un sistema más “civilizado”, y que es, entonces, la reclusión lo que permite categorizar al sujeto como sujeto improductivo. Ciudadanos categorizados como “normales”, esto es, capacitados para la producción, pueden ejercer o permitir el encierro, el castigo o el aislamiento. En líneas de Foucault, esto es “el mal sin límites”. Este formato se expande a asilos, hospitales e instituciones escolares en la medida en que la sociedad es entendida como estructura de disciplinamiento. A través del castigo, una forma de ejercer poder en relaciones de desigualdad, la autodisciplina es el objetivo último.
Es así que se logra efectivamente que el poder no sea necesariamente ejercido desde un afuera, desde un otro, sino que, a través de determinadas estructuras que nos enseñan qué es lo correcto y qué es lo incorrecto, aprendemos dinámicas. Estas, por un lado, sostienen el poder de dichas estructuras y, por otro, generan que dicho poder sea ejercido desde nuestra propia forma de actuar a través de la autorregulación.
Todo lo que nos es impuesto desde afuera, desde el ámbito de instituciones como la familia, la escuela, la cárcel o el propio lenguaje, constituye los componentes fundamentales de un proceso que, sutil y violentamente, produce subjetividades, y al que estamos todos sometidos. Esto es, al fin y al cabo, y en palabras de Michel Foucault, “la inserción controlada de los cuerpos en el aparato productivo”.
En Microfísica del poder (1978) aclara esta idea, afirmando que el capitalismo se perpetúa gracias al ejercicio de poderes que están presentes en el cuerpo social, a los que llama micropoderes. Desde esta perspectiva, el poder ya no pasa por el enfrentamiento entre dominantes y dominados, a diferencia de lo que plantea Marx, sino que el poder está presente en cada parte del entramado social, y el Estado y grupos sociales hacen uso de él. Asimismo, dicho poder se ejerce de manera sutil en instituciones, espacios productivos, organizaciones políticas, vínculos familiares y lazos íntimos.
Solo la mente y los cuerpos normales, disciplinados, pueden garantizar la productividad del capitalismo occidental. Pero este modelo de las sociedades de control fue cambiando con la llegada de la posmodernidad. La relación entre el poder y la vida cotidiana en este período es definida por Foucault como biopolítica, bajo el entendido de que para instaurar una ideología es necesario controlar el cuerpo del individuo. La función de la biopolítica es precisamente tratar de que los sujetos se autorregulen, se autocontrolen, de tal forma que crean y quieran aquello que más conviene para mantener el funcionamiento del mercado y la producción capitalista.
El sujeto, su cuerpo, es el terreno sobre el que se aplican los discursos de poder; es la condición necesaria para poder llevar a cabo la constitución de toda identidad. De su regulación se encargan las instituciones, que en primera instancia introducen una lectura determinada que lo configura de tal forma que sea posteriormente el sujeto mismo el que no sea capaz de concebir otra forma de ser y de relacionarse con el resto de los sujetos. Somos la reproducción del discurso que se siembra en lo real y se incorpora al individuo como natural. Así es como los cuerpos, dependiendo de las formas y de las características que tengan, son declarados útiles o no para ocupar una posición dentro de los marcos discursivos de un sistema productivo: son útiles solamente si son capaces de reproducir aquello que permita mantener dicho sistema.
Necesitamos desarrollar la capacidad de transformación a partir del cuestionamiento de la estructura discursiva, de los términos de nuestra producción como sujetos, y de la necesidad de construir relaciones alejadas de la violencia. Como lo hizo Foucault hace medio siglo, hay que seguir cuestionando absolutamente todo.
Texto: Ema Zelikovitch
Foto: Lucía Villamil
El lunes 1 de octubre, Darío Sztajnszrajber cerró el ciclo Filósofos lunáticos con Jacques Derrida. Pronto podrás leer la nota aquí.
Las notas anteriores del ciclo sobre Spinoza, Marx, Nietzsche y Heidegger las podés leer aquí: