Abandonar un lugar, marchar, dejar atrás las comidas, los barrios, la gente, dejar atrás la familia, el clima, las costumbres. El bar donde tomábamos cerveza, la tienda donde comprábamos el pan. Y no solamente irse, sino llegar a un lugar nuevo, a una tierra nueva, a gente nueva, incluso a acentos e idiomas nuevos que no perdonan, y en un país de acogida quien no corre, vuela. Lo más importante es adaptarse bien, caer bien, acostumbrarse a la comida, a la nueva moneda, a la jerga nueva, aprender palabras y decir otras que nadie entiende, hasta que las dejas de decir o, en raras ocasiones, hasta que las entienden. Un día las olvidas y no sabes más cómo se dice morrón en tu país. Una mañana te levantas y ya no sabes cómo vivir sin la palabra “prolijo”.
Exiliar, marcharse, viajar sin pasaje de vuelta es siempre un dolor en el costado, es algo que sucede y que ocurre, y que pasa mientras la vida sigue y en ese cambio de lugar, de gente y de costumbres, una aprende a seguir siendo, afectada (de afectar, no de afecto) por otros seres que de pronto cambian el curso natural que una venía adoptando a su forma, precisamente de ser. La emoción del momento, del cambio, siempre en el mejor de los casos, hace que los días pasen como minutos y las semanas como meses y cuando quieres darte cuenta, al año, has llamado a tu madre y a tu padre mucho menos de lo que prometiste al despedirte en el aeropuerto, que es mentira que te ibas a mandar mails con aquella profesora de la carrera que tanto quiere saber de ti, que no mandas fotos a tus abuelos y que tampoco escribes un diario, algo así como el diario del cambio.
Porque la vida sigue, porque tener que irse no es un acontecimiento especial, muchas veces incluso no es motivo de celebración. La vida sigue en otro lugar, y hacer fotos de las puestas de sol en la rambla, de la feria de Tristán Narvaja o de ese edificio colorido de 18 que es el INJU, tienen sentido los dos primeros meses.
Con el paso del tiempo es más fácil dilucidar que se recuerda menos de aquel lugar del que venimos, y se ama más al que llegamos, y que faltan cosas que antes estaban que ahora no, pero que la vida es más feliz y sencilla si, en lugar de carencias, entendemos todo eso que tuvimos en otro lugar como la mochila que nos acompaña ahora y que llevaremos, seguramente, durante las próximas paradas.
Texto: ¿Por qué no te callas?