Rascá la cáscara

Qué cosa difícil de definir el sentido común, porque es tan sentido y tan común que casi no tiene fisuras que permitan metérsele adentro y pensarlo.

Columna de opinión

Qué cosa difícil de definir el sentido común, porque es tan sentido y tan común que casi no tiene fisuras que permitan metérsele adentro y pensarlo. Haciendo un intento, podría decirse que es una esfera compacta, básica y aproblemática —pues no se discute, sino que se da por sobreentendido—, compuesta por un conjunto de saberes y creencias que, adquiridas por medio de la socialización y la experiencia cotidianas, forman un todo coherente y funcionan como una guía tremendamente útil para vivir en sociedad. Es el soporte en el que nos paramos, en el que nos sentimos seguros, y al que echamos mano para orientarnos al momento de tomar todo tipo de decisiones, desde cómo movernos adentro de un ómnibus hasta cómo relacionarnos con las personas que queremos. Todas las cosas que hacemos todo el tiempo responden, en buena medida, a que así lo indica el sentido común.

Por lo anterior, estos esquemas mentales, esta pauta de acción que es el sentido común, es una consecuencia inevitable de vivir en sociedad —pues se aprende en el correr de la vida social— y su manejo es imprescindible para hacerlo. Una vez le preguntaron al escritor chileno Roberto Bolaño de dónde provenía el estado de gracia poético, la musa inspiradora, y qué tan importante era al momento de escribir, y él respondió que mucho más importante que esos trances idealizados de éxtasis creativo era mantener un estado de lucidez casi pragmática, un espíritu concreto y atento que permitiera captar el mundo que nos rodea, movernos en él, conocerlo, y ahí sí, expresarlo de la forma que sea. Y para eso se necesita mucho sentido común.

Ahora, si el sentido común es necesario incluso en el campo artístico, cuya actividad se supone que requiere de un estado de conciencia elevado y cierta capacidad de abstracción, mucho más necesario es en la realidad práctica de la vida cotidiana, que justamente exige una actitud opuesta, movida por una lógica económica de decisiones racionales orientadas a optimizar los recursos disponibles y obtener los máximos resultados posibles. Para eso hay que estar despierto y rápido, aplicar el instinto automático y eficaz del sentido común, en vez de perder el tiempo en la reflexión y problematización de lo que hacemos.

El hecho de que el sentido común sea un factor determinante en nuestras decisiones diarias es el efecto esperable de sus dos principales características: su carácter de creencias y prácticas generalizadas, compartidas por la gran mayoría de la gente, y lo profundamente incrustado que lo tenemos, al punto de que no somos del todo conscientes de ello, como sí pasa con otros saberes, como saber cocinar o resolver ecuaciones. Igual, el sentido común no es el piso de mármol sobre el que se van acumulando las cajas de los demás conocimientos y estímulos que recibimos desde afuera, sino más bien el formato con el que pensamos y ordenamos la realidad, lo que el sociólogo francés Pierre Bourdieu llama esquemas de percepción. Es decir, no solo es ese conjunto de nociones socialmente preestablecidas (tal cosa es de sentido común), sino que también es el mecanismo inmediato por el cual asociamos lo que nos rodea con alguna de esas nociones, con el fin de interpretar y entender lo que vivimos (tal cosa se sabe por sentido común).

A esta altura parece tonto aclarar que el sentido común es, desde luego, una construcción social y cultural, producida y reproducida intersubjetivamente —en nuestras interacciones cotidianas— y bajo ciertas circunstancias sociales e históricas. No es un saber o una forma de pensar absoluta, natural e intrínsecamente verdadera, sino que es apenas una entre tantas posibles, pero impuesta por ciertos agentes de poder como una verdad neutra, objetiva, no ideológica, que se afianza en su circulación y aplicación constante y termina por adquirir el carácter de incuestionable. Este proceso es lo que el filósofo francés Michael Foucault llama la producción social de la verdad, que está íntimamente ligado a los cambios en las formas de ejercicio del poder en la historia. Foucault sostiene que el poder ya no es tan represor como antes, cuando dictaminaba explícitamente lo permitido y lo prohibido, sino que ahora se encarga de normalizar, de hacer que ciertas cosas se impongan como normales o naturales, ocultando que son construcciones sociales (que, como tales, podrían ser de otra manera) que benefician a los grupos dominantes, por lo que, al pasar por naturales, naturalizan su dominación. El poder es mucho más eficiente cuando es implícito e invisible, porque ni somos conscientes de estar siendo dominados, ni hay un actor definido al que enfrentarse y plantearle una resistencia.

Controlar el sentido común, intervenir en su producción, es un truco fundamental del poder para asegurar su perpetuación, porque implica establecer las estructuras mentales con las que pensamos y ordenamos el mundo, donde las injusticias y las relaciones de dominación aparecen como algo aceptable o del orden de lo inevitable. Y bueno, qué le vas a hacer, es así. El sentido común es en esencia conservador, pues su función es legitimar y reproducir el orden social vigente. De este modo, una crítica al capitalismo debe proponerse la deconstrucción de ese fondo de creencias y prácticas cotidianas que lo sustentan. Si no se toca lo micro, cualquier cambio en lo macro es endeble, carcomido desde abajo y seguramente abatido antes de haber cambiado algo.

Por si fuera poco, si hacemos el intento de delinear —aunque sea mediante una generalización muy vaga— algo así como un sentido común uruguayo, varias de sus aristas son bastante aterradoras. Es marcadamente clasista, con muestras que van desde el odio cotidiano a los planchas hasta una nota casi de alivio en el diario más vendido del país por la muerte de hipotermia de un indigente al parecer medio pesado; es soterradamente racista, pues al esfuerzo por mantener vivo el imaginario de sociedad tolerante se contraponen actitudes xenófobas ante la llegada de refugiados sirios y migrantes latinoamericanos (especialmente cuando son pobres); es tremendamente machista, tanto cuando se pregunta qué hizo o cómo iba vestida la muchacha asesinada (¡estaba provocando!), como cuando rechaza y ridiculiza el feminismo. Y esto sin contar las preferencias sociales punitivistas y prohibicionistas en materia de seguridad y drogas, respectivamente, y el discurso apocalíptico del mundo adulto respecto de la supuesta apatía y pérdida de valores de los jóvenes de hoy, conformando lo que el sociólogo Rafael Paternain ha definido como la “hegemonía conservadora” en el pensamiento uruguayo promedio.

Siendo así, ¿es posible transformar nuestros esquemas de pensamiento y acción cuando todos los campos en los que estos se producen (la familia, el sistema educativo, el trabajo, los medios de comunicación, la ciencia, etc.) están atravesados por el sistema ideológico del capitalismo y sus lógicas de dominación? ¿Cómo disputar el sentido común con el objetivo de cambiarlo? ¿Cuáles acciones contribuyen a deconstruirlo y cuáles a construir uno nuevo y mejor? Tal vez la búsqueda de respuestas deba empezar por la revisión crítica de nuestras prácticas cotidianas, en un ejercicio de militancia diaria, de hormiga, como cuando la lucha feminista nos insta a detectar y superar los miles de micromachismos presentes en nuestras relaciones personales y sociales, en el entendido de que lo personal es político. Hay que sospechar de lo que pensamos y preguntarnos si no hay quienes nos lo están haciendo pensar. Por más que todos participamos más o menos directamente en relaciones de explotación y sea imposible librarnos de ellas, sí está a nuestro alcance quitarles el manto naturalizante del sentido común. Esto implica asumir que muchas veces nuestras prácticas son funcionales y reproductoras de las estructuras de poder que queremos erosionar y eso nos obliga a habitar las contradicciones, pero sin dejar de sentirnos incómodos en ellas. En definitiva, se trata de encarar las luchas cotidianas con lo que propone Antonio Gramsci: pesimismo de la razón, porque sabemos que nos rodea la mierda, y optimismo de la voluntad, porque tenemos que animarnos, vencer el miedo y la comodidad que llevan a la resignación, y veremos cómo tenemos mucha más fuerza de la que creemos.

 Texto: Ignacio De Boni

Foto: Nato Olivera

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