Hace un par de semanas llegué a México para realizar una instancia de investigación en lo que podría considerarse la Meca de las universidades en América Latina: la Universidad Nacional Autónoma de México (UNAM). Con sus cientos de miles de estudiantes y uno de los campus más plagados de arte y cultura del mundo, la UNAM también se enorgullece de ser “la máxima casa de estudios” del país y alma mater de los tres laureados con el Premio Nobel con los que cuenta México. Mi arribo estuvo colmado de expectativas y, efectivamente, la realidad superó a mi propia ficción. México es todo eso grandioso que uno espera: los miles de colores, que sólo son una pobre metáfora de la increíble diversidad que se vive en la ciudad y que naturalmente conlleva una oferta cultural sin límites. Los mil sabores, las personas, que a pesar de vivir en una megalópolis parecen tomarse el tiempo para uno como si se estuviera en un pueblo, el reírse de uno mismo.
Al igual que México me recibió de la mejor forma, así también lo hizo la Universidad. La “máxima casa de estudios” realmente me impresionó por su vida universitaria, un campus lleno de ofertas gastronómicas, culturales y académicas. Parece que la dinámica pujante es tal que sería imposible verlo todo. Así se condice el paisaje de la Ciudad Universitaria: increíbles murales por doquier, espacios verdes y, por supuesto, el adorno de los cientos de miles de estudiantes que en estos espacios leen, hacen pausas, comen, practican todo tipo de deportes y todo aquello que hace a un ameno clima universitario. El lema universitario, que siempre decora cartas oficiales y comunicados lee: Por mi raza hablará el espíritu. No parece nada magnánimo cuando uno experimenta en carne propia el enriquecedor y esperanzador ambiente de esta universidad.
El lunes después de clase, a eso de las 11 de la mañana, pasé por el correo que está dentro del campus para enviar unas postales a mis amigos en Uruguay, lejos estaba de imaginar en ese momento lo que pasaría allí sólo horas más tarde. Ese mismo día, a eso de las 3 de la tarde, escuché pasar, desde mi oficina, a un grupo de estudiantes que claramente estaban marchando, entonando diversos cánticos, de los que no pude descifrar muchas más palabras que universidad y educación. Nada fuera de lo común. Mis compañeros me explicaron que las marchas, por lo general, concluyen con la lectura de una proclama frente al edificio de Rectoría. Efectivamente, estudiantes de preparatoria, acompañados de algunos estudiantes universitarios, marchaban por mejores condiciones de educación y seguridad.
Paradójicamente, mientras los estudiantes expresaban sus proclamas por mayor seguridad, fueron agredidos brutalmente por grupos porriles o porros armados con palos, cuchillos, bombas molotov y petardos. Según Wikipedia “en México es denominado porro al integrante de una organización que persigue distintos intereses particulares, ya sean éstos políticos o económicos, basados en la violencia organizada, en el asilarse en instituciones estudiantiles y en el fungir como grupo de choque mercenario. Realizan o rompen huelgas estudiantiles. Generalmente son elementos que tienen matrícula de inscripción universitaria, pero que nunca pasan de año, ‘fósiles’ en el argot universitario pero listos para actuar cuando se les requiere”. Ese es un buen resumen de lo que intentaron explicarme mis colegas en varios intentos fallidos, pero que yo no pude o no quise entender. Los porros son en su mayoría estudiantes que están dispuestos a agredir brutalmente a sus propios compañeros. Para poder comprender cómo puede surgir un fenómeno de esta índole y magnitud, hay que irse atrás en la historia.
El libro Génesis, desarrollo y consolidación de los grupos estudiantiles de choque en la UNAM (1930-1990), de Hugo Sánchez Gudiño, rastrea la historia que hace comprensible lo recientemente sucedido. Ya desde los años 20, el rector organizó un grupo de defensa conocido como los Gorilas. El primer grupo de choque data de los años 30, conocido como Pistoleros de la Rectoría. En los años 40 se oficializa la contratación de guardaespaldas juveniles para el rector. Es en los años 50 recién que los grupos porriles logran su mayor expansión, consiguiendo apoyo institucional y organizándose formalmente a través de asociaciones estudiantiles. Su mayor objetivo siempre fue el de disuadir el movimiento estudiantil o cualquier forma de oposición a las autoridades. Sus formas de organización y movilización pueden haber evolucionado, de hecho se sostiene que a partir de los años 80 estos grupos se han dedicado al narcotráfico, pero desde entonces han existido ininterrumpidamente ejerciendo la violencia de forma sistemática con fines políticos o económicos.
En cuanto a la actualidad, lo que pasé en limpio de varios testimonios de profesores, estudiantes y amigos, que supieron tener de compañeros o de alumnos a varios porros identificados, es que los porros reclutan personas donde la población es más vulnerable: en las prepas, y mayormente a chicos poco integrados o provenientes de familias conflictivas. Tienen ritos de iniciación al estilo de las fraternidades de Estados Unidos, con golpizas y otros tipos de humillaciones, y como uno se podría imaginar, una vez que se está adentro no es tan fácil salir. La carrera porril incluye atractivos beneficios, como la garantía del título universitario o de posiciones de poder en la política, ya sea federal o universitaria. Lo que más duele, además de la institucionalización de estos grupos, es que aparentemente muchos se financian con dinero público. Estos grupos tendrían presuntamente vínculos institucionales con partidos políticos como el Partido Revolucionario Institucional (PRI) o el Partido Acción Nacional (PAN), por la vía de agrupaciones juveniles, funcionarios públicos o autoridades escolares. Como es de esperarse, su influencia no se limita únicamente a la UNAM, sino que ocupan lugares de poder en varias escuelas superiores y preparatorias.
Las repercusiones del último ataque sucedido el 3 de septiembre son múltiples. En primer lugar, varios estudiantes resultaron lesionados. Cuatro fueron heridos por armas punzocortantes, dos se encuentran especialmente graves: un estudiante está en riesgo de perder un riñón y el otro está en terapia intensiva. Otro gran factor de preocupación, además de los estudiantes heridos y de la violencia sistémica, es la falta de respuesta de la propia UNAM. A plena luz del día, nadie hizo nada para defender a los estudiantes que estaban siendo atacados. Algunos funcionarios de seguridad de la UNAM, que normalmente se ven pasar en coches al estilo patrulla, respondieron que ellos eran “de vigilancia pero no de seguridad”. La mayor acusación está dirigida a Teófilo Licona, coordinador de auxilio de la UNAM, o sea: el último responsable de garantizar la seguridad en la Ciudad Universitaria. Se le acusa, no sólo de ser cómplice de los grupos porriles, sino que en algunas fotos que han circulado por las redes, se lo ve parado muy cerca de los porros durante el ataque del lunes por la tarde. También se le atribuye a él la responsabilidad del bloqueo a los trabajadores de vigilancia. De más está decir, que una de tantas demandas gira en torno a su renuncia inmediata.
Ante tanta conmoción en los últimos días, la gran mayoría de las Facultades han optado por parar desde 48 a 96 horas. La decepción generalizada por un primer comunicado de Rectoría en el que se “reprueba enérgicamente la violencia ocurrida”, sumada a las demandas de pronunciamiento, lograron que el rector Enrique Graue enviara un mensaje a la comunidad estudiantil. En él afirma que gracias a las fotos y evidencias que han hecho llegar a Rectoría, 18 porros han podido ser identificados y que ya ha firmado su expulsión de la Universidad, trámite que seguirá ante un Tribunal Universitario. Por primera vez, un rector hace referencia explícita a nombres de grupos que han sido identificados como porriles.
¿Cuál es el interés que está detrás de este ataque? Esa es la gran pregunta que nadie sabe responder. Según Salvador García Soto, periodista del diario El Universal, la prueba de que se trata de un acto orquestado por algún grupo de poder está en que varias cámaras captaron camiones coordinados transportando a los agresores. Las hipótesis de quiénes podrían estar detrás del ataque van desde grupos relacionados al PRI, grupos políticos en la interna de la UNAM, hasta grupos de narcotráfico interesados en la distribución de drogas en la Ciudad Universitaria.
Aún no se sabe qué va a pasar en los próximos días. Mientras escribo, comienza una marcha multitudinaria hacia Rectoría para reclamar la expulsión, o más bien extirpación, de los grupos porriles de la Universidad. Se citó una Asamblea Interuniversitaria para poder definir una estrategia de acción conjunta frente a lo sucedido. Ante tanta conmoción, aún no logro entender cabalmente en su contexto lo que sucede y las implicaciones políticas que conlleva. Pero hace horas que veo a cientos de miles de jóvenes aprontarse para marchar y reivindicar una Universidad sin violencia.
Lo que sí aprendí a la fuerza es la impotencia que genera estar frente a la violencia sin herramientas para combatirla. Es el gran privilegio que implica no poder entender lo sucedido bajo los parámetros que conocemos en Uruguay. Porque realmente en las primeras horas no entendí absolutamente nada. La debilidad de las instituciones y las increíbles redes de abuso de poder son algo que causa naturalmente indignación. El pisoteo de los derechos de estos adolescentes y jóvenes adultos, dejados a merced de la violencia en su lado más brutal, es algo para lo que aún no he encontrado palabras. Desgarra la contradicción de que el lugar que más me ha causado admiración también pueda ser la mayor fuente de indignación. Una de las pancartas que pintaban estudiantes cuando pasaba hace unas horas por el patio de una de las facultades irónicamente increpaba: “¿Por dónde hablará el espíritu, si a mi raza la están matando?”.
Texto: Cecilia Rodríguez
Foto: Diego Uriarte