Nada más eficiente que una crisis para romper con los rituales. Una manera no tan novedosa de interpretar un conflicto, opacada por los sufridos inconvenientes en la rutina y el habitual sentimiento de pérdida que genera un cambio.
Días consecutivos de paro en la educación son la evidencia de un año conmovido por la distribución de los fondos públicos. Recordarán la huelga docente de 2015, que, al igual que ahora, perseguía el 6% para la educación. Recordarán también el célebre decreto de esencialidad, el desalojo con violencia de los estudiantes que ocupaban el Consejo Directivo Central (CODICEN, de la Administración Nacional de Educación Pública), y sabrán que, muy a pesar de la urgencia, el 6% no pasó de ser una promesa electoral.
Como aquel presupuesto no fue quinquenal, otra vez la agenda sindical está dictada por la presupuestación y las consignas vuelven a ser las mismas: infraestructura, mejora de la atención mediante creación de nuevos cargos docentes y técnicos, mejoras salariales para todos los trabajadores de la educación. Sin embargo, la urgencia no es percibida como tal por todos los miembros de nuestra sociedad.
Luego de dos días de conflicto, el 21 de junio —como mi solidez ideológica a veces se alimenta de detracciones— me levanté con ganas de leer comentarios en las noticias. Soy una cholula de los comentarios y me deprimo a base de “vayan a trabajar”, “¿qué hago con los chiquilines en casa?” y un sinfín de inoperancias domésticas producidas por la interrupción de la cotidianeidad, interrupción planteada por el paro en los gremios de la educación.
Yo también detengo mi cotidianeidad, me siento a solas a pensar sobre mi práctica, incorporo la visión de las familias en esto, me hago preguntas. Y me propongo otras crisis, porque cuando me senté a pensar, me di cuenta de eso: crisis es interrupción de la cotidianeidad.
Esa interrupción puede ser leída como un vacío comparándola con un vicio o un ritual: ¡Siempre lo mismo en la educación! Sin embargo, nada más eficiente que una crisis para romper con los rituales. Personalmente me siento una fanática de eso: yo deseo para mí y mi trabajo que el objetivo sea siempre estar en crisis, porque la crisis modifica, corta, disecciona y se da el lujo de elegir. La no crisis es la reproducción en serie.
Mi propuesta es que la educación debe en sí misma siempre estar en crisis, porque educarse debería ser un proyecto para modificar la historia. Los estudiantes son muy buenos para eso. Para ellos, ir al liceo no tiene nada que ver con ensamblarse en una institución que, para sobrevivir, debe sistematizarse. Ellos son rebeldes, se enojan, preguntan, salen de la lógica. No voy a negar que a veces los profes no sabemos cómo administrar esa energía, otras veces no tenemos cómo hacerlo, pero entonces, más que una educación adormilada —sin crisis— pienso en una crisis atrás de otra: una para pensar las prácticas, otra para los contenidos, una para las costumbres institucionales, para desalojar de nuestro espíritu las burocratizaciones. Crisis es desconfiar del protocolo.
Sobre los estudiantes decía: qué ganas de pasar a la historia hay que tener para proponer baños sin género, como lo hicieron algunos gremios estudiantiles este año; ¡qué coraje denunciar la diferencia entre educarse y ser adiestrado; qué experiencia en la decadencia, luchar por presupuesto a los 16 años! Esta crisis, desprestigiada por parte de la opinión pública, saca a los estudiantes de su disciplina estudiantil de tiempos, inasistencias y evaluaciones, y los pone a reclamar sus derechos. Me da miedo decirlo, pero todo parece estar bien cuando uno lee las plataformas oficiales de nuestros estudiantes.
Sobre los docentes, pienso: celebro nuestra ausencia. Por ahí leí que algunas ausencias físicas irradian simbolismos. No estar en nuestro puesto de trabajo quiere decir, en mi opinión, que al contrario de lo que expuse más arriba, no es la crisis la que está vacía y ritualizada, sino la cotidianeidad y que los docentes nos negamos a seguir así. Es verdad que la educación reproduce desigualdades, y por eso crisis; es verdad que los docentes debemos reeditar algunos de nuestros conocimientos, y por eso crisis; es verdad que a veces disipamos la energía en enojos. ¡Soy un peligro de profe asistiendo a mis estudiantes a las 6 de la tarde si mi jornada empezó a las 7:40 de la mañana! ¡Y por todo eso crisis!
Entonces, de acuerdo a la lectura que se propone en la comunicación dominante, para no estar en crisis la educación debería pegarse a la rueda y seguir adelante: seguir reproduciendo dificultades y sálvese quien pueda, docentes conscientes de la urgencia pero incapaces de organizarnos para evidenciarla, estudiantes a los que se les devuelve una baja valoración de sí mismos porque no valen el 6% del PBI o porque sus salones nunca están debidamente limpios por falta de personal, instituciones ritualizadas y precariedades con capacidad para neutralizar la dedicación de sus trabajadores y un largo etcétera que describe la mecánica usual de nuestras instituciones ¡Y por eso crisis!
La crisis es lo opuesto al rito, a la mecánica, el rito repite, se instala. El problema —no la crisis— está en el rito y el rito es el día a día opaco de nuestras prácticas educativas. Salir de la oscuridad es crisis en la educación. Educación de calidad es crisis.
Texto: Carolina Barrios
Imagen: Radio Pedal