Teléfono rojo. El “loop” del capitalismo triunfante

Llegar mínimo una hora antes para tener chances de conseguir lugar, o quedarse en casa y asegurarse la escucha mediante la transmisión de TNU; esa era la cuestión para quienes querían (y podían) seguir la conferencia dada por Noam Chomsky en la Intendencia de Montevideo, el lunes 17 de julio a las 10 de la mañana. Justamente, el día y la hora fijados fueron motivo de quejas, ya de arranque y con razón.

Llegar mínimo una hora antes para tener chances de conseguir lugar, o quedarse en casa y asegurarse la escucha mediante la transmisión de Televisión Nacional de Uruguay; esa era la cuestión para quienes querían (y podían) seguir la conferencia dada por Noam Chomsky en la Intendencia de Montevideo (IM), el lunes 17 de julio a las 10 de la mañana. Justamente, el día y la hora fijados fueron motivo de quejas, ya de arranque, y con razón. Y es que más allá de la cargada agenda que le armaron a Chomsky en los pocos días que estuvo, la verdad es que fijar una charla de convocatoria masiva un lunes hábil a las 10 de la mañana fue hacerles un mal chiste a trabajadores y estudiantes comunes y corrientes, y a la vez plancharles una alfombra roja a dirigentes políticos, autoridades del gobierno y otros invitados formales.

Y eso fue lo que pasó. La sala estaba llena de altos cargos políticos (muchos, actualmente en ejercicio; otros ya no) y viejos militantes con contactos. Es decir, la plana mayor de la dirigencia frenteamplista; las mismas caras de siempre. Es cierto que la entrada era libre y que muchas de las personas que aguantaron el frío apelotonadas en la puerta exterior de la IM finalmente pudieron pasar sin problemas, pero al llegar a la puerta de la sala se notaba que la prioridad la tenía una estricta lista de invitados, que seguramente llegarían sobre la hora a ocupar las filas enteras de asientos vacíos con cartelitos de “reservado”. Una vez adentro y a punto de comenzar la charla, si se miraba para afuera, el panorama era bastante ilustrativo de lo que fue el evento. Adentro se saludaban los trajes de autoridades y dirigentes reconocidos, en su mayoría viejos; afuera, decenas de jóvenes hacían puntitas de pie y reclamaban a las personas de la organización que los dejaran ocupar los asientos reservados que seguían libres. Pero no los dejaron.

Como a esta altura sobran los perfiles sobre la vida y obra de Chomsky, solo digamos que es uno de los intelectuales de izquierda en actividad más reconocidos y de mayor influencia en movimientos de izquierda de todo el mundo. La actividad intelectual y militancia política de Noam son muy valoradas por ser un yanqui que se ha pasado la vida hablando contra su propio país, denunciando las aberraciones cometidas por Estados Unidos como la potencia mundial más poderosa de todos los tiempos, especialmente su política internacional belicista e imperialista y la consagración –a su cargo– del sistema capitalista a nivel global. Vino a Uruguay para visitar a Mujica y ser filmados para un documental, y, según se dijo, el mismo Mujica intermedió para que el visitante pudiera dar una conferencia organizada por la Fundación Líber Seregni, alineada con el bloque dominante del Frente Amplio (FA).

La conferencia trató sobre la inminencia del fin del mundo. El desastre final que acabará con todo y chau, se terminó. Nos la buscamos. La acción humana, depredatoria e irresponsable, creó una tormenta perfecta que combina amenaza nuclear con destrucción del medio ambiente, y arrasará con el mundo entero si no hacemos algo ya. Para justificar este panorama bastante apocalíptico, Chomsky se basó en algo llamado “el reloj de los últimos días”, que describió como un dispositivo creado por el Consejo Internacional del Científicos que se reúne anualmente para evaluar el estado del mundo y ver qué tan cerca estamos del desastre. Y estamos cada vez más cerca, a punto de llegar al cero.

El peligro del fin del mundo es real, por la sencilla razón de que es perfectamente posible hacer que eso suceda. Apenas comenzada la Guerra Fría se hizo evidente el hecho de que existen tecnologías nucleares capaces de hacer explotar el planeta y acabar con la vida –la famosa imagen del botón rojo apretado en una central nuclear llena de monitores—. Sabemos que las potencias mundiales tienen ese poder, y que en un momento especialmente álgido de su carrera armamentista en el marco de la disputa geopolítica global, podrían llegar a usarlo. Aún más posible es que ocurra la otra parte de la tormenta advertida por Chomsky. De hecho, la crisis medioambiental y el agotamiento de los recursos naturales son fenómenos innegables, confirmados por indicadores de sustentabilidad ecológica que miden la diferencia entre lo que el planeta puede producir y lo que la humanidad consume. A esta altura, aunque no seamos del todo conscientes de los efectos que genera en nuestra vida cotidiana, todos sabemos lo que pasa a gran escala: estamos arrasando los recursos naturales, destruyendo el medio ambiente y devorándonos la Tierra. Si acaso todos los países tuvieran el nivel de consumo de los países desarrollados, el mundo no daría abasto.

Suele cometerse el error de esencializar esta lógica depredatoria y cargarla en la cuenta del hombre; su conducta suicida, su maldita voracidad y violencia congénitas. Pero la destrucción del planeta no es consecuencia directa de la mera acción del hombre, ni siquiera del superpoblamiento y los problemas demográficos que conlleva; es el efecto inevitable de un sistema de producción y consumo hiperproductivista (y por tanto, hiperextractivista) que exige un crecimiento económico constante, y para lograrlo debe explotar cada vez más los recursos de los que dispone. Aunque tal vez no haya enfatizado lo suficiente en este punto, Chomsky es un intelectual marcadamente anticapitalista, dado que entiende que los grandes problemas del planeta y la humanidad son causados por el capitalismo y las formas en que este organiza la vida y las relaciones humanas.

Para ilustrar el momento en que nos encontramos, Chomsky eligió un recurso conocido y espectacular, incluso cinematográfico. ¿Acaso hay algo más yanqui, más hollywoodense, que la cuenta regresiva? El tiempo corriendo hacia atrás, tenemos que apurarnos, cortar el cable rojo en el último segundo y desactivar la bomba. El mensaje es claro: el mundo explotará pronto si no hacemos algo para evitarlo. Sin embargo, a esta altura, estos pronósticos del fin, si bien tienen capacidad de concientización y movilización a través de organizaciones ambientalistas, no llegan a calar en el sentido común del grueso de la gente, porque de hecho la gente ve que el mundo no termina, que mientras desfilan los anuncios terribles el mundo sigue andando. Por más que la advertencia pueda hacerse con la intención de mostrar cómo nos irá si se prolonga el modo de producción capitalista, termina jugándole mucho más a favor que en contra. La presión de la cuenta regresiva es donde el capitalismo se siente más cómodo, no solo porque le sirve como excusa perfecta para reconvertirse sucesivamente –que es la mejor manera de perpetuarse– a fin de evitar la tragedia, sino que crea individuos ansiosos y paralizados a la vez, incapaces de elaborar un proyecto de emancipación o cambio radical. Lo peor de la cuenta regresiva no es que va a llegar al cero, es que nunca llega, que siempre está a dos minutos. Lo terrible del mundo sumido en el capitalismo no es que se está por terminar; es que siempre se está por terminar, entonces no termina más.

Además, es obvio que a las grandes fuerzas del poder global no les conviene que el mundo colapse. “No se puede gobernar sobre los muertos”, decía Hannah Arendt. A pesar de que la depredación del medio ambiente –un aspecto inherente al modelo económico imperante– pueda irse de las manos y hacer peligrar el orden natural del planeta, eso iría en contra de las propias élites, que seguramente harán todo lo que esté a su alcance para evitar que ocurra el desastre, de modo de seguir ejerciendo su poder. De hecho, a las pruebas nos remitimos: es lo que ha pasado hasta ahora. Los problemas ambientales y sociales causados por el capital y la tecnología son abordados mediante articulaciones ecofriendly entre capital y tecnología –imagínese el típico ambiente de zona franca– que difuminan sus mecanismos de explotación y así se vuelven más eficientes. A fin de cuentas, es cierto que el capitalismo es un sistema de producción que tiende hacia la destrucción de los recursos naturales, pero esas nuevas tecnologías ya han demostrado que pueden posponer el final por muchísimos años. La estrategia de asustar con el fin del mundo que usa Chomsky es transversal; le habla al conjunto de la población, porque todos estamos en contra del fin del mundo pero no todos están en contra del capitalismo. Sin embargo, carece de efectividad por ser demasiado abstracta, por percibirse como algo muy alejado de la vida cotidiana, y si a esto le sumamos la falta de una propuesta alternativa, queda como un puñado de palabras vacías que no inquietan mucho a nadie.

Tal vez sin pretenderlo, el discurso de Chomsky reafirmó la conocida idea de Fredric Jameson: es más fácil imaginar el fin del mundo que el fin del capitalismo. Es decir, nos es tan difícil pensar en un mundo no capitalista que consideramos más probable que explote la gigantesca bola de materia que nos sostiene a que cambie un simple modo histórico de producción y organización de la vida humana. El punto es que no importa que el capitalismo lleve o no al fin del mundo. No debería preocuparnos tanto esa idea de futuro amputado, sino la tragedia del presente. El capitalismo provoca finales de mundos todos los días. Se le presta más atención al final “físico”, a la destrucción planetaria, que a la constante destrucción ambiental, social y humana. No es necesario pensar y temerle al fin del mundo para sentir la necesidad de construir una alternativa al capitalismo. Hay que construirla, no tanto porque de lo contrario el mundo se va a terminar, sino porque sigue así y no se termina.

Llevado al contexto regional por las preguntas de un público seleccionado de antemano –con representantes del sector político, sindical, social y académico–, Chomsky hizo un breve diagnóstico de la situación política en América Latina mediante un balance de los aciertos y errores de los gobiernos progresistas. A grandes rasgos, dijo que el llamado “giro a la izquierda” significó mejoras sustanciales en los indicadores sociales y económicos de las sociedades latinoamericanas, pero que se avanzó poco y nada en la transformación estructural de los mecanismos a partir de los que se produce y distribuye la riqueza, lo que da como resultado la persistencia de altos niveles de desigualdad y concentración del poder en manos de las élites nacionales y el capital transnacional. En este sentido, criticó la política económica, adoptada por ciertos gobiernos progresistas, de atraer inversiones extranjeras brindándoles todas las facilidades que exigen –flexibilizaciones fiscales, laborales, ambientales– por ser algo que debilita las soberanías nacionales y empodera al capital al aumentar su capacidad de influencia o control político sobre las decisiones de los estados.

Chomsky no dijo nada nuevo. Su crítica del modelo desarrollista impulsado por ciertos progresismos –entre ellos, el uruguayo– lo paró a la izquierda del sector dominante del gobierno y del votante frenteamplista promedio, y fue conceptualmente idéntico a lo que vienen diciendo hace tiempo, desde el ala izquierda del FA o fuera de él, los militantes desencantados con su corrimiento al centro y su renuencia –o renuncia– a promover cambios más profundos. Los dirigentes del FA vieron en primera fila a un referente del pensamiento de izquierda en el mundo diciendo que hay que tomar medidas más de izquierda, que las tomadas hasta ahora no llegan a alterar el statu quo ni las contradicciones sociales existentes. Así, el FA volvió a usar la táctica de recurrir a ciertos guiños simbólicos para la tribuna que le permiten renovar sus credenciales de partido de izquierda y dejar conformes a sus militantes más críticos. Esto consagra la moderación ideológica del gobierno, le despeja el camino, le permite continuar su línea política de centro amortiguando las críticas y evitando las fugas por izquierda. La traída de Chomsky fue un mensaje del FA para sus bases: tranquilos, muchachos, que seguimos siendo de izquierda.

Texto: Daniel Cuitiño Volpe e Ignacio De Boni

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