La paridad: ese miedo a compartir

¿Sabemos los uruguayos qué cantidad de mujeres hay en política?
Foto: Diana Delgado

Columna de opinión

En toda su historia, Uruguay nunca ha alcanzado el veinte por ciento de representación política femenina, esto lo ubica por debajo de la media mundial y regional. Además, hasta el año 2009 no hubo mujeres intendentas titulares en todo el territorio nacional y, obviamente, nunca hemos tenido mujeres presidentas o vicepresidentas. Todo esto a pesar de que las mujeres somos más de la mitad de la población del país y de que recientes investigaciones afirman que la mayoría de la población uruguaya cree que tendría que haber más mujeres en política (Cifra, setiembre 2016).

Por ello, bajo el impulso de la histórica marcha del pasado 8 de marzo, las mujeres parlamentarias colocaron nuevamente el debate de la paridad sobre la mesa. Se torna evidente la obsolescencia de la democracia “neutra” y la necesidad de generar una masa crítica que impulse una democracia paritaria, porque como señala Naciones Unidas: “donde no hay mujeres no hay desarrollo”. A pesar de la fuerza y el contexto favorable con que contaba, el proyecto de paridad fue vetado, lo que demuestra que siguen existiendo resistencias neomachistas y falta de convicción sobre la igualdad de género. De todos modos, se logró extender indefinidamente, luego de extensos debates, una ley de cuotas que, aunque implica un avance, sigue teniendo gusto a poco.

Esto constituye un gran problema para las mujeres en términos de su representación (es importante reivindicar la capacidad de las mujeres de representarse a sí mismas), pero también para la calidad de la democracia per se, de la que tanto nos jactamos en Uruguay. La subrepresentación política de las mujeres es una de las principales dificultades en la región para alcanzar una democracia verdaderamente justa y representativa de todas las identidades sociales. Los hombres ocupan y han ocupado históricamente los espacios de toma de decisiones que nos involucran a todos, lo que pone en evidencia un sistema que los privilegia tanto en lo privado como en lo público.

A comienzos del siglo XX, Uruguay fue pionero en América Latina con el sufragio femenino aprobado en 1932. No obstante, nuestro país se ha ido quedando atrás en derechos políticos. Ocupa actualmente el puesto número 13 entre los 18 países del contexto regional seleccionados para el ranking de participación política que realiza anualmente la Unión Internacional Parlamentaria, mientras que en otros países latinoamericanos (Argentina, Bolivia y Ecuador) la discusión de las cuotas y la consecución de leyes para su funcionamiento está sobre la mesa desde los años noventa. De hecho, más de 100 países cuentan con algún tipo de cuota o medida afirmativa para las mujeres en sus sistemas políticos.

Dentro de los derechos humanos, uno de gran importancia en los sistemas democráticos es el derecho a la participación en el gobierno y en la política. Es además fundamental para asegurar el principio de igualdad y refiere no sólo al ejercicio del voto, sino a la posibilidad a ser electo o electa, de acceder a las decisiones públicas, de tomar decisiones. Este derecho no ha sido concretado en Uruguay, lo que puede interpretarse como causa y consecuencia de una histórica situación de desventaja para las mujeres.

Las leyes de cuotas o paridad – conocidas como mecanismos de discriminación positiva- establecen proporciones mínimas de mujeres a ser electas. Ambos mecanismos registran las diferencias de oportunidades de acceso a la competencia política y buscan subsanarlas para la consecución de resultados más justos: dar ventajas a las desventajadas que compensen las desigualdades iniciales. Hay que brindar igualdad de oportunidades, sí; pero también hay que contemplar la igualdad en los resultados. Los derechos deben garantizarse de hecho. Entre la paridad y las cuotas hay, empero, una diferencia relevante que es necesario puntualizar para comprender la situación actual y el posible grado de avance de Uruguay con su nueva Ley.

Las cuotas son mecanismos afirmativos y temporales para la corrección de situaciones de desigualdad. Si bien resultan efectivas y parecerían tener mayor aprobación que la paridad en el ámbito político (porque en última instancia implican ceder menos poder), terminan funcionando más como techo de cristal (los países que las implementan no consiguen incluir a más mujeres de las que la cuota exige como mínimo) que como un verdadero avance en materia de participación. La paridad implica una concepción más amplia de cómo debe ser compartido el poder entre hombres y mujeres que trasciende el ámbito de lo puramente político para incluir lo privado o doméstico.

Existen múltiples trabas que el sistema político nos coloca desde su estructura patriarcal, y es fundamental identificarlas para que las medidas a implementar puedan funcionar de modo efectivo. Una de estas trampas es perpetuada cuando no se regula el régimen de suplencias, ya que parte de la viveza criolla parece ser colocar mujeres en puestos de poder con suplentes varones para que, una vez asumido el cargo, ellas renuncien y los hombres continúen ocupando sus puestos. Por eso es fundamental que las suplencias de las candidatas sean ocupadas por mujeres. Esto no sería anticonstitucional ni difícil de implementar -ambos argumentos extensamente escuchados durante el debate político-. Se trata de meras excusas burocráticas que pretenden esconder la falta de voluntad política.

Otra de las trampas es la de intentar topear la propuesta: ponerle límites temporales, pretender que uno o dos períodos serán suficientes para revertir desigualdades históricas. La realidad es que hace falta mucho más que una ley para revertir la desigual participación política de mujeres y varones. Por otro lado, Niki Johnson nos advierte sobre los problemas que surgen de aplicaciones minimalistas de la ley, que se producen cuando se ubica a las mujeres siempre en los últimos lugares de las listas: es fundamental que estén encabezándolas. Otro gran peligro es que sea un varón quien escoja a las mujeres candidatas, siendo estas funcionales a sus intereses.

También, una de las objeciones neomachistas más reiterada durante el debate sostiene que las medidas afirmativas hacen que las mujeres sean electas sólo por su sexo y no por sus capacidades. Una afirmación propia de una cultura androcéntrica que desconoce las capacidades de las mujeres (cuyos niveles educativos, al menos en Uruguay, igualan o superan a los de los hombres) y da cuenta de la exigencia adicional con la que siempre se las carga (nunca se cuestionan si los hombres electos están ahí por sus capacidades o por su sexo, son las mujeres las que deben demostrarlo constantemente).

Además, se ha objetado también en virtud de la libertad de decisión en la interna partidaria. Dicho argumento desconoce la importancia de que los organismos que compiten en un sistema democrático sean en su interna también democráticos. Su similitud con el discurso del ámbito doméstico como privado, dentro del cual no tendrían efecto los mismos valores que en público, no es mera casualidad.

Teniendo en cuenta que los países con mejor representatividad política de mujeres lo han logrado a través de medidas afirmativas como leyes de cuotas o paridad, dar esta discusión es, para nosotros, impostergable. En América Latina, Bolivia, Costa Rica, Ecuador, México y Nicaragua poseen leyes de paridad, mientras que en Uruguay recién en 2014 rigió por primera vez la Ley de Cuotas en las elecciones nacionales (aprobada en 2009).

Es fundamental que la Ley de Cuotas de nuestro país no se vuelva un techo de cristal, sino un puntapié para aumentar la participación de las mujeres en general en la vida política, entendiendo que la inclusión en las listas electorales no implica necesariamente la inclusión en puestos de poder y empoderándonos cada vez más con la paridad como último objetivo. Una reciente investigación de The London School of Economics (Tim Besley, Olle Folke, Torsten Perrson y Johanna Rickne, marzo de 2017[1]) revela que las cuotas, en lugar de amenazar la meritocracia, elevan el nivel de competencia expulsando a los hombres mediocres. Cuantas más mujeres, mejor es la política: ellas proveen a los gobiernos de nuevas agendas, miradas y mejores elencos.

Hasta que las causas que subyacen a la discriminación y la desigualdad no sean tratadas de forma efectiva, las mujeres seguirán luchando para que se respete su humanidad. La desigualdad de género es uno de los problemas más persistentes y universales de nuestra era y combatirla no es algo fácil. Compartir el poder nunca lo es. Y cederlo parece hoy uno de los mayores obstáculos de nuestra esfera política.

 

Inés Martínez Echagüe y Sofía Cardozo Delgado

[1] Disponible en http://blogs.lse.ac.uk/businessreview/2017/03/13/gender-quotas-and-the-crisis-of-the-mediocre-man/.

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