A lo largo de la historia, los impulsos de los movimientos feministas han estado siempre acompañados de importantes resistencias de varios sectores de la sociedad. En esta nota se discuten algunos de los argumentos frecuentemente esgrimidos para desestimar las demandas reivindicadas por estos movimientos, así como la necesidad de continuar avanzando hacia un feminismo que abogue por la transformación de las condiciones sociales que hoy en día limitan la equidad de género.
Las reivindicaciones de las mujeres en contra de la misoginia no son algo nuevo en la historia. En la Edad Media —siglo XV— las ilustradas ya interpelaban el lugar que la mujer ocupaba en la sociedad y sus limitaciones para el ejercicio de su ciudadanía y libertad. Luego vinieron las americanas esclavas y las sufragistas[1].
En los últimos años y a partir del incremento en la muerte de mujeres por violencia intrafamiliar, sobre todo a manos de su pareja o ex pareja, vieron proliferar diversidad de teorías y movimientos asociados al feminismo. Estos movimientos articularon una multiplicidad de demandas que en general salían a la luz pública bajo el lema de la búsqueda de una mayor equidad entre varones y mujeres. “La desigualdad mata” fue una de las consignas que originó uno de los movimientos de mujeres más masivos de la historia de feminismo en Latinoamérica: Ni una menos.
Solo para nombrar algunos de los puntos que resuenan con mayor frecuencia, las demandas feministas van desde la socialmente muy resistida desnaturalización del acoso callejero hasta el, quisiéramos creer que inobjetable, “dejen de matarnos”. Pasan por la reivindicación de la libertad de decidir sobre nuestros cuerpos —ya sea para elegir el largo de la pollera o para decidir cuándo y en qué circunstancias llevar un embarazo a término—. Abogan por el reconocimiento de nuestro rol en el sistema productivo, evidenciando las desventajas con las que ingresamos al mercado de trabajo —en sectores productivos feminizados y desvalorizados y con un salario medio inferior al de los hombres— y señalando el peso de la doble jornada laboral[2]. Denuncian, también, las inequidades de acceso a los cargos de mayor poder, en los planos políticos, sindicales y empresariales. En definitiva: estos movimientos se proponen desenmascarar el sistema patriarcal, cuyas múltiples prácticas, legitimaciones y efectos ponen en un lugar de privilegio a los varones y de obediencia y opresión a la mujer.
Dado que desde hace tiempo las desigualdades entre uno y otro género están estadísticamente documentadas[3], en el presente son pocas las personas que las niegan (porque, si hay una conquista clara del feminismo, es que el machismo explícito ya no tiene tanto aval público). No obstante, no faltan quienes afirman que, aunque existentes, estas desigualdades no son un problema o al menos no un problema social.
En esta línea, son dos los argumentos frecuentemente esgrimidos: que las mujeres ocupamos un lugar de sumisión en la sociedad porque así lo elegimos y/o porque ese es el lugar al que podemos aspirar de acuerdo con nuestras capacidades[4]. Este razonamiento niega cualquier relación de poder entre varones y mujeres, en tanto coloca a la mujer como responsable del lugar social que construya en su trayectoria de vida particular. Trayectoria condicionada por una cultura que la considera inferior y que por eso le hace el camino a la vida cívica, política y social mucho más difícil[5].
Ni el fundamento de la libre elección ni el de los méritos o capacidad sirven para seguir alimentando la lógica infame de desigualdad del patriarcado.
El argumento de la libre elección cae cuando trazamos el recorrido a través del que se van formando nuestras preferencias, en tanto que niños y niñas sigan siendo socializados sobre la base de modelos que reproducen las desigualdades de género, es probable que continúen desarrollando preferencias diferenciadas. Para los niños varones hay unas normas y pautas a seguir que siguen siendo hegemónicas, a pesar de los intentos del feminismo por producir rupturas en este plano. Nunca faltan las voces que señalan qué es propio o impropio de una mujer o de un varón. De esta forma las aspiraciones personales se van moldeando de acuerdo con las expectativas sociales y con las posibilidades reales que la sociedad nos brinda para concretar estas expectativas[6]. Así, es difícil suponer que a fines del siglo XIX, cuando las universidades estaban copadas por varones, hubiera muchas mujeres que aspiraran a alcanzar este nivel de estudio. No obstante, el condicionamiento histórico de los márgenes de elección de las mujeres, lejos de ser un justificativo para consolidar un mundo inequitativo, resulta una invitación a cambiar la forma en que las nuevas generaciones son socializadas.
El argumento meritocrático, que sostiene que las mujeres no tienen más poder en la sociedad porque sus capacidades personales no son suficientes, parte de dos supuestos difícilmente constatables. Uno de ellos es que nuestra sociedad brinda igualdad de oportunidades a todos sus miembros, es decir que el desarrollo personal va a depender exclusivamente de las capacidades innatas de cada uno y del empeño que ponga en desarrollarlas. El otro es que la posición social de las personas está determinada por sus méritos. Solo para citar algunas imágenes que contrarían estas premisas: las mujeres que son cargadas con la responsabilidad de los cuidados familiares tienen menos oportunidades de salir al mercado laboral[7]; las mujeres, aún estando más calificadas (en promedio) que los varones, perciben una media salarial inferior, por lo cual es necesario asumir que el mercado de trabajo no está retribuyendo el capital educativo acumulado por las mujeres[8].
Pero, además, esta premisa tiene su raíz en el pensamiento premoderno de Jean-Jacques Rousseau, quien hace referencia a la inferioridad innata de la mujer[9] Es decir que el feminismo de hoy aún sigue discutiendo con ideas sobre la mujer que vienen de hace más de 300 años atrás.
Desarticulados estos dos argumentos que responsabilizan a la mujer por la posición que ocupa, aparece una nueva línea de razonamiento: las brechas por sexo existen porque son necesarias. ¿Quién va a cuidar de los niños si las mujeres salen a trabajar a jornada completa?, ¿cómo vamos a formar pareja si no podemos “piropear” a una mujer?, por nombrar algunos ejemplos. Por descabelladas que parezcan estas preguntas, lo cierto es que tienen algún crédito. Incluso las sociedades más avanzadas en términos de equidad (de género y de clase) no han logrado dar una respuesta certera acerca de cómo desfamilirizar y desfeminizar las tareas de cuidados[10]. Menos aún está resuelta la cuestión de cómo desarrollar un vínculo de pareja sin que nos pese la imposición de los roles de género[11], aunque sin duda muchas experiencias muestran avances en este sentido. El feminismo además de interpelar las lógicas del contrato social también viene a interpelar el contrato sexual y el matrimonial, en cuanto función reproductiva de la mujer y sostén de la unidad familiar.
Tal vez algunas de estas preguntas encuentren respuesta en lo que se conoce como el feminismo analógico, que propone una tercera opción entre el feminismo de la igualdad y el feminismo de la diferencia. El feminismo de la igualdad es el que conocemos por medio de Simone de Beauvoir. Desde esta perspectiva se entiende que los roles de género son algo construido socialmente y con lo que hay que acabar. Por su parte, el feminismo de la diferencia defiende las características propias de las mujeres y reivindica una nueva forma de autoconciencia por parte de ellas. El analógico propone desidentificarse de las construcciones de género y deconstruir su orden simbólico, pero no en una creación de lo opuesto a lo masculino o desde el diálogo “intramujeres”, sino comprendiendo esto de forma analógica: “ser mujer no es ser un hombre, ni lo opuesto a un hombre, sino lo diferente a un hombre en una amplia diversidad”.
Lo cierto es que el feminismo no para en su pienso, en su mutución; se reformula en busca de un proyecto emancipador.
Porque el paraguas de la igualdad entre varones y mujeres, aunque sea una meta deseable, es insuficiente. Tal como explica la pensadora y activista Silvia Federici, la emancipación de las mujeres no se logra a través de su equiparación con los varones. Aunque el trabajo asalariado —típicamente favorable a los varones en acceso y condiciones— nos dé más autonomía económica, y por tanto mayor independencia, nos equipara a los varones en un campo en el que ellos tampoco son libres[12].
La liberación femenina y el pienso del sujeto implican necesariamente revisar cómo nos organizamos como sociedad, cómo entablamos vínculos no sujetos a la dominación, cómo organizamos la producción y la reproducción de nuestras condiciones de existencia. La igualdad entre varones y mujeres solo tiene sentido en tanto se reconozcan las condiciones sociales y culturales que hacen posible esa igualdad.
Texto: Carolina Martirena y Fanny Rudnitzky
Foto: Fanny Rudnitzky (archivo Radio Pedal)