El mate en el extranjero: una metáfora del vínculo

El finlandés no lo podía creer. Corría el año 2014 y estaba todo pronto para empezar otra etapa de construcción de la planta de Montes del Plata, en Conchillas. Se había construido desde cero un barrio en las afueras de Carmelo, con casas en buenas condiciones para alojar a unos seis mil trabajadores, cinco mil de los cuales eran uruguayos. Frente a él tenía a algunos dirigentes del SUNCA explicándole que lo que faltaba era resolver el tema del agua caliente para el mate. Conocedores del paño, quienes representaban al sindicato se veían venir que si no se facilitaba un mecanismo para abastecer de agua caliente a cinco mil termos a las cinco de la mañana, iban a tener problemas para empezar la jornada de trabajo en tiempo y forma. Primero pusieron pequeños dispensadores que aguantaban treinta termos y reventaban. Entonces no quedó otra que construir un tanque gigante con el SUN más grande de la historia, para garantizar el mate mañanero, despertador e innegociable. Al ver miles de tipos recién levantados rodeando el tanque y sacando agua de las canillas, el finlandés decía que no con la cabeza: esto no pasa en ninguna otra parte del mundo.

Es que el mate en Uruguay es un viaje. Si hablamos de cultura uruguaya, probablemente de las primeras cosas en las que pensemos sean el fútbol y el mate, dos prácticas que se apropian y se manifiestan de forma muy diferente. Si consideramos todo lo que se habla, opina y escribe sobre fútbol, podemos decir que en el fútbol la reflexión excede a los hechos, mientras que con el mate sucede lo contrario, es mucho más lo que pasa que lo que se dice. El mate es un elemento tan común en el día a día, tan presente y tan parte nuestra que raramente nos detenemos a pensar en lo que estamos haciendo, es decir, en el tomar mate como un hecho social y cultural profundo. Mientras que el fútbol es un tema de conversación, el mate es el lubricante de nuestros encuentros. No se presenta como un acontecimiento que nos interpela, sino como parte de una rutina que simplemente ejecutamos. Como se dice en Sociología, es una construcción social que está naturalizada. El mate invita a la introspección y a la reflexión sobre casi cualquier cosa, pero casi nada sobre sí mismo. Tal vez por esta misma razón es que sobre el mate se haya escrito menos de lo que parecería.  

Las raíces de la planta

Hay, sin embargo, algunos valiosos antecedentes de investigación acerca de sus orígenes históricos, su presencia geográfica y las razones de su uso: cuándo, dónde y para qué se tomaba. Pero mucho más interesante que repetir la historia oficial del mate es esbozar su genealogía, más o menos esquiva, que comprueba, como al mirar de cerca cualquier árbol, que la firmeza de las raíces termina en un delicado juego de ramificaciones, torcimientos, quiebres y enderezamientos, pero cuyos recorridos pueden despejarse si se afina el ojo y se tiene paciencia. Precisamente esto es lo que hacen, por separado, el escritor Javier Ricca y el antropólogo Daniel Vidart, de los pocos que han ahondado en la interpretación de la costumbre y la cultura del mate. A sus hallazgos nos remitimos para dar cuenta de esas muescas de su historia, desconocidas pero llenas de sentido, que son parte de las circunstancias históricas y geográficas en las que el mate surgió, se expandió y se consolidó como práctica cultural insuperable.

En primer término, se sabe que el mate existía en América desde mucho antes de la llegada de la conquista europea. Como explica la historia, su consumo estaba extendido desde los Apalaches hasta Tierra del Fuego, y tenía los más diversos usos. Ricca sitúa el origen del mate en las comunidades nativas precolombinas, en especial, en la cultura guaraní, que denominaba a la planta Ca’a y la consumía mediante distintas técnicas, y para obtener diferentes efectos. El origen divino del Ca´a según la mitología guaraní hizo que la planta tuviera usos muy diversos, ya que además de tomarse como estimulante, purgante, alucinógeno y vomitivo, formaba parte de los rituales sagrados de los chamanes. Según Ricca, esta creencia guaraní que consideraba la yerba como una planta sagrada es un antecedente fundamental para entender por qué el mate tiene semejante arraigo y valor simbólico en nuestra región.

A fines del siglo XV llegaron persons europeas, y con ese choque de culturas comienza la narración de Vidart. Al igual que todas las creencias y prácticas indígenas, durante el proceso de la colonización el mate fue duramente atacado por parte de los primeros representantes de la corona española en América. Especialmente los sacerdotes fueron los encargados de señalar ese caldo verdoso como un invento del demonio que los indios tomaban de una calabacilla, en un ritual de trance, para conectarse con Satanás. El estigma fue implacable y la prohibición, inmediata. Así, el mate fue una de las más tempranas víctimas de la cruzada inquisidora, no solo por tratarse de un instrumento nativo (y como tal, inútil y atrasado), sino también por ser considerado un medio de herejía.

Sin embargo, a medida que quienes llegaron de Europa se fueron asentando y conociendo los beneficios de las nuevas tierras, las cosas empezaron a verse de otra manera. Lejos de las hipótesis oscurantistas del primer contacto, quienes recién llegaban descubrieron que la infusión tenía efectos revitalizantes en la mente y en el cuerpo: levantaba el ánimo, aumentaba la energía y la resistencia física, agudizaba el entendimiento y mataba el hambre. Estas propiedades dinamógenas y psicotónicas del mate provienen, por supuesto, de la yerba, que, irónicamente, de hierba no tiene nada; en realidad es la hoja de un árbol del género Ilex, pero que al llegar molida a manos de la población española, que confundieron su denominación.

Lo cierto es que el consumo del mate se propagó rápidamente gracias a sus bondades energéticas; de la india pasó al español recién llegado, y luego al criollo. Para seguir con las paradojas, fue el estamento religioso, representado esta vez por las Misiones Jesuíticas, el que más promovió el consumo del mate al comprobar sus virtuosas propiedades en los indígenas que trabajaban en los pueblos misioneros, que aguantaban el día entero de trabajo pesado solo a sorbos de mate frío o caliente. Es decir, de ser un vicio ocioso y hereje, contrario a las intenciones de dominación y evangelización colonial, pasó a ser un instrumento eficaz para aumentar el rendimiento del trabajo forzado indígena. Prueba elocuente de este corrimiento en la percepción europea del mate es el cambio drástico en la forma en que es retratado en los relatos escritos de los sacerdotes llegados a América: de ser acusado de “yerba del demonio”, pasó a ser recomendado como el “benéfico té del Paraguay”.

La cintura cósmica del sur

En la actualidad, si bien el mate nos identifica en Uruguay, también tiene una gran presencia regional, si no latinoamericana, rioplatense. También se toma en Argentina, Brasil y Paraguay. Eso sí, en cada lugar se usan mates diferentes, una yerba particular, agua y costumbres acordes. En Uruguay nos caracterizamos por ser celosos de la “montañita”, que permite mantenerlo amargo y no deja que “se lave”. En Argentina prefieren porongos pequeños, yerbas con más yuyos y ceban con la pava. En Paraguay se consume el famoso tereré, aromatizado con hierbas, que se sirve con agua fría y rodajas de fruta fresca en recipientes que son guampas (cuernos de toro). Al sur de Brasil la yerba suele ser más fina que la nuestra y su color, de un verde más intenso, como el de su bandera.

Un dato curioso y alarmante, del que se habla poco, es la procedencia de la yerba que tomamos. Su producción es extranjera y está vinculada, en muchos casos, a la explotación y al trabajo infantil. En  2017 se rodó un documental en Misiones —donde está el noventa por ciento de las plantaciones de yerba argentina— para denunciar esta realidad: nos estamos chupando entre nosotros. La canción “El Mensú”, de Ramón Ayala, que narra la lastimosa situación de quienes trabajan en los yerbatales, se cantaba en la Sierra Maestra durante la Revolución Cubana y en la actualidad aún puede escucharse en los repertorios patrios de algunas escuelas uruguayas.

De cualquier modo, lo cierto es que en Uruguay el mate es sencillamente omnipresente. Está en el trabajo y en la playa, en la rambla y en la mañana de domingo, en el salón de clases y en la casa de la abuela, en la reunión de la gerencia y en la mesa del portero. A veces es la compañía, y otras veces la excusa para juntarnos, para encontrarnos con otros o con una misma. En palabras del mismo Vidart, desde los orígenes fue el mate el que trajo la ronda y no la ronda la que trajo al mate. Hablar del mate en Uruguay es, entonces, hablar de lo que somos. Si bien la costumbre de tomarlo también existe en otros países de la región, la imagen del uruguayo o la uruguaya con su termo y mate bajo el brazo es muy representativa de nuestra identidad, por lo que se considera un símbolo de la uruguayez, tal vez el máximo. Así, el mate representa la patria y nos devuelve a ella cuando estamos lejos.

No te olvides del pago

En los meses que siguieron a la crisis bancaria de 2002, fueron muchos los uruguayos y uruguayos empujados hacia afuera por la necesidad; ¿qué iban a hacer acá?, había que meter lo que entrara en la valija, salir a rebuscársela en algún lugar del mundo, quedar haciendo equilibrio y con suerte estabilizarse y rearmar la vida en otro lado. El aeropuerto pasó de ser el punto de algún que otro reencuentro para convertirse en un maldito portal de despedidas sin pasaje de vuelta. Tal vez ya sea hora de comenzar a construir una memoria colectiva de este pasado reciente que necesita ser contado, en la que anécdotas, imágenes y relatos se entrelacen y nos permitan sacar a la luz esta parte de nuestra historia, todavía fresca y en penumbras. Otra vez el mate se vuelve nuestro compañero, ahora como testigo itinerante y reconstructor paciente de miles de historias distintas pero unidas, justamente, por un desgarramiento.

La identidad trasciende tiempo y espacio, aunque siempre está, en última instancia, sujeta a estos. El pasado de la crisis afecta nuestra identidad, así como el espacio que habitamos, estemos en el Uruguay o en el extranjero. Por eso, el mate representa una pertenencia que no solo no desaparece con la distancia, sino que la resignifica. No es lo mismo tomar un mate acompañado en la rambla de Montevideo, que solo en una plaza de Madrid. Somos y no somos los mismos, la distancia nos atraviesa, el mate la acorta pero a la vez la consagra y nos vuelve conscientes de ella, y adquiere así otra amargura. Llevarse el mate es un intento de retener, de algún modo, un pedacito de nuestra uruguayez. Lejos y solo, el uruguayo extranjero se recoge sobre la bombilla en un acto introspectivo, en el que se transporta y conecta con lo que dejó atrás.

Compartir la amargura

Afuera, el mate se disfruta de diferentes maneras: como excusa para juntarse con los demás uruguayos y uruguayas, como carta de presentación ante los locales y posible disparador de conversaciones, y como refugio al que volver cuando aflora la nostalgia. En el encuentro con otras personas, el símbolo del mate oscila entre dos caras: el mate mostrado, llevado con orgullo y ganas de ser compartido, en un gesto que busca reconocimiento y legitimación de la identidad uruguaya; y el mate escondido de la recién llegada, que quiere integrarse y evitar miradas raras y preguntas incómodas del tipo “¿eso es droga?”, por lo que debe conformarse con el anonimato de un cortado. En general, después de estos primeros acercamientos, viene el desafío de volver a hacerlo hábito, de reconstruir en el extranjero eso que se tiene tan arraigado y no se quiere perder. Rearmar la vida en otro lado implica también hacer ciertos esfuerzos para sostener al mate en la cotidianidad, para imponerlo en los nuevos espacios sociales. Allí donde solo estaban el té y el café, se lleva el mate y se empieza a compartir alguno que otro. Sin dudas, el mate genera un efecto contagio, ya que compartirse es su esencia.

También es una forma de acercarse a otras personas uruguayas que están en la misma, lejos; una manera de reconocerlas y entablar un vínculo. Este acercamiento a través del mate permite recrear la uruguayez, armar la ronda, en un ritual que marca el contorno y a la vez desdibuja las fronteras de nuestro territorio.

“Yo creí que estaba mal de la cabeza cuando en el medio de la selva guatemalteca vi de lejos a un tipo con termo y mate”, cuenta uno de los tantos uruguayos que se fueron en los años siguientes a la crisis. Estaba en una comunidad indígena en el medio de la nada, que daba de un lado para el Pacífico y del otro para el Atlántico. De repente, con la expresión atónita de quien encuentra algo donde no puede estar, lo vio mateando sentado en el frente de su casa en la ladera de una montaña. Era un uruguayo, ex combatiente tupamaro, que se había ido exiliado en la dictadura y había combatido en la guerrilla salvadoreña. Por ese entonces, tenía el tiempo y las ganas para plantar su yerba y hasta había logrado hacer su propio mate con algo parecido a un porongo. “El mate me persiguió hasta una comunidad maya de cinco mil años”, recuerda exaltado quien se lo encontró.

Un cálido refugio

Lo interesante del mate es que, aunque su esencia sea tomarlo con otras personas, no deja de ser nunca un refugio, un instante de calma e introspección personal, un momento del yo. Cualquiera que lo haya tomado sabe reconocer ese segundo exacto en que uno se inclina sobre el mate, se afloja y se deja hundir en lo más íntimo de su ser, como en una confesión que no necesita palabras. Porque por más que el mate se comparta, el segundo en que es succionado implica una experiencia de conexión individual e intransferible; se abre un paréntesis, una suspensión de ese tiempo compartido. La calidez del mate envuelve al tomador, echando luz sobre sus pensamientos pero volviéndolo, por ese instante, indescifrable para quienes están a su alrededor.

Aunque el mate, casi por orgullo patriótico, deba ser siempre amargo, su sabor puede variar según los pensamientos y emociones que atraviesen ese momento. Ese ingrediente personal hace que el mate adquiera distintos gustos. La distancia intensifica su amargura, y lleva a una asociación inmediata con el país que se dejó atrás. Tomar mate fuera de Uruguay (y extrañándolo) es un arma de doble filo, porque mientras acerca y evoca imágenes lindas, reconfortantes, también evidencia la lejanía en tiempo y espacio. Los recuerdos son cosas que conservamos sobre cosas que hemos perdido. El mate es una fuente de recuerdos, pero también es el recordatorio de la ausencia.

Cuando se extraña algo que se perdió y no se quiere soltar, se busca, de algún modo, retenerlo, y por eso se recrea, sobre todo estando lejos. En la nostalgia, que es un “sentimiento de pena por la lejanía, la ausencia o la privación”, hay también cierto regocijo dado por el recuerdo de un pasado feliz, ese que ya no es. Añorar es triste pero lindo a la vez. No solo se ve el pasado como algo feliz, sino que también hay mucho de reconfortante en ese intento por recrearlo. Llorar es exteriorizar esa añoranza, hacer catarsis, limpiarse. La nostalgia es esa mezcla de tristeza y de intentos simbólicos (y placenteros) por revivir un pasado que no está perdido, justamente, porque está siendo recreado.

El mate es la compañía y el disparador de la nostalgia. Es un objeto inanimado pero que prácticamente adquiere una personalidad propia, un carácter con el que interactuar y conversar. Nos acompaña pero nos excede a la vez. La infusión se vuelve un cuerpo independiente. Algo así como que estás con él y es tu momento contigo, pero en realidad te acompaña como si fuera, verdaderamente, un otro. Como la estudiante que cada tarde, antes de sentarse a repasar, arma su mate y se apoya en esa presencia compañera.

La ronda imaginaria

Mal que nos pese, hace tiempo que no existe —si es que alguna vez existió— algo así como una única identidad o cultura uruguaya. Se sabe que el arrase de la globalización —principalmente en sus facetas económica y mediática—, su oferta de las más variadas formas de vida construidas en base a las posibilidades de diferenciación que permite el consumo, ha partido en mil pedazos la supuesta pureza de las identidades nacionales. Estas nuevas formaciones culturales, mestizas y ensambladas son el fruto del proceso que el antropólogo Néstor García Canclini denomina hibridación cultural, que es característico de las sociedades globalizadas. Para el caso de Uruguay, nuestra tan preciada autoimagen de sociedad integrada e identidad homogénea está cada vez más sola en el rincón, a medida que nos damos de frente con las diferencias sociales, generacionales, territoriales —por nombrar algunas— que nos atraviesan. ¿Qué tanto tienen en común una cocinera vieja de un establecimiento rural en las afueras de Cerro Chato y un grupo de jóvenes de Pocitos que están abriendo una empresa de marketing digital? Prácticamente nada, a excepción del mate, que por esa razón es el último símbolo unánime de identidad que sigue unificando y representando a un Uruguay cada vez más heterogéneo.

Comunidad imaginada es el concepto acuñado por el historiador y politólogo Benedict Anderson para definir a una nación, en una concepción que directamente excluye el criterio territorial y se centra en los lazos afectivos e imaginarios, bajo el entendido que la pertenencia está dada por la apropiación de ciertos símbolos que constituyen e identifican la nación. Es decir, el hecho de encontrarse fuera de determinado territorio no quiere decir que no se forme parte de la identidad nacional que lo caracteriza, pues la pertenencia está determinada por un sentimiento de adhesión a ese universo de tradiciones, imágenes, relatos y prácticas compartidas. Quienes no están en el territorio necesitan, más que nadie, de rituales que encarnen ese sentimiento y lo mantengan vivo, a salvo de la sombra de la distancia y el tiempo, siempre peligrosos de conjurarse en olvido. El mate es nuestro carné de uruguayos y uruguayas. El ritual de armarlo y tomarlo en el extranjero es un símbolo imprescindible para recordar, declarar y sentir la pertenencia a la comunidad imaginada que es el Uruguay: una ronda imaginaria de mate.

La idea de la ronda es heredera de la tradición de encontrarnos en torno al fogón, de rituales ancestrales de dar y recibir. El exilio inevitable por motivo de la crisis generó, en quienes se fueron, una mayor fuerza de voluntad para mantener el hábito en el exterior, marcada por el deseo (y la necesidad) de combatir el desarraigo, de no perder el vínculo con el país. Es por esta misma razón que muchas personas que no tomaban mate mientras vivían en Uruguay empezaron a tomarlo una vez que se fueron, estando afuera, porque al perder el contacto real tuvieron que agarrarse —como nunca antes— del simbólico. La ronda imaginaria es, en definitiva, un conjunto de retazos de Uruguay salpicados por el mundo y reunidos en el sorbo amargo pero caliente de un mate.

Esa dualidad que desde los inicios subyace al mate como símbolo identitario y compañía cotidiana lo vuelve un lazo potente y profundo entre nosotras mismas, nosostros mismos, y nuestros afectos. Primero como poción del diablo, luego como elixir de la vida, de gusto bien amargo pero cálido y reconfortante al tacto, aparece como objeto sospechoso ante ojos primerizos hasta que se descubre, sin quererlo, que su ir y venir acerca las partes. El mate es la metáfora del vínculo, porque juntarse a tomarlo es solo una excusa para encontrarse, pero a la vez es la sustancia de este vínculo, porque como ritual de compartir, sostiene y nutre lo colectivo a lo largo del tiempo, manteniéndolo a pesar de estar lejos, o más bien, sobre todo al estar lejos.

Texto: Sofía Cardozo Delgado, Inés Martínez Echagüe e Ignacio De Boni

Foto: Jorge Zapata

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