Las mujeres de mi vida

Desde la plataforma periodística Kaja Negra (México) y su área de aprendizaje se organizó el taller online “Futuros más vivibles. Economía feminista para no economistas”, dictado por Natalia Flores Garrido. La siguiente crónica surge de la participación de este curso. 

Tengo el cuerpo entumecido, mis rodillas chillán con frecuencia, la espalda espera una caricia que desate tanto nudo. Ya deslicé por mi cuello varias piedras de azufre intentando aliviar el dolor. Las sillas de pino que compramos con mi ex novia, y el teletrabajo no son aliados de mi cuerpo. Trabajando como docente de educación media, luego de la identificación del primer caso de Covid-19 en Uruguay, el 13 de marzo de 2020, desarrollé mi tarea educativa desde mi casa. En agosto se estableció un régimen híbrido de teletrabajo, donde algunos días fueron hogar-caos-hogar y otros tuve que tomar un ómnibus para trasladarme a cada centro educativo. 

Esta situación laboral y el privilegio de trabajar en casa no se da de casualidad. Todo mi sostén de vida han sido las mujeres que me rodean, las que ponen el cuerpo para preservar la economía familiar y la salud afectiva. Empujan mi vida, caminan a mi lado y enfrentan el frío conmigo. Gracias a ellas soy lo que soy y vivo con algunos privilegios.  

Mi abuela materna, Alis, trabajó gran parte de su vida como lavandera en su propia casa, lavando a mano ropa ajena sobre una pileta de cemento. Fue empleada doméstica y lavandera en diversos hoteles del este del país durante las temporadas de verano. También es madre de siete hijes, a los cuales crió y cuidó. Reducir su historia al trabajo que realizó es poco justo: mi abuela posee un conocimiento profundo sobre la vida rural, la agricultura de la tierra y los usos medicinales de las plantas, cocina el mejor pan casero de harina de maíz que probé en mi vida y ha cultivado la paciencia como un arma para sobrevivir a la hostilidad del mundo. 

El Covid-19 se propaga más y más en nuestro país, y el confinamiento se convierte en una necesidad sanitaria. El empleo se instala en el living con las reuniones por Zoom y las llamadas telefónicas. La cama sigue sin tender, la taza del desayuno se suma a los platos de la cena sobre la mesada de la cocina y mi perra espera el paseo matinal. Vivir y trabajar en el mismo espacio físico pone en diálogo al trabajo remunerado y a las tareas domésticas, es decir, al trabajo no remunerado. 

La cuarentena ha dejado en evidencia la necesidad de las tareas domésticas, y cómo la división sexual del trabajo relega a las mujeres al cuidado familiar, mientras que los varones viven como sujetos proveedores. La feminización de las tareas de cuidado y la organización de la casa estructuran las principales desigualdades de género.

Según la última Encuesta Continua de Hogares que cuantificó el trabajo remunerado y el trabajo no remunerado, realizada en 2013 por el Instituto Nacional de Estadística (INE), las mujeres en Uruguay destinan el 65% de su tiempo semanal al trabajo no remunerado, y el restante 35% al trabajo remunerado. Mientras que los varones destinan el 68.1% de su tiempo al trabajo remunerado y 31.9% al no remunerado. 

El “trabajo invisible”, como lo llama Silvia Federici en El Patriarcado del Salario, es el que se destina a las mujeres, basándose en la construcción de género varón-mujer y sus roles asignados. Cada tarea doméstica que se deposita sobre nuestros cuerpos, nos exige abandonar intereses profesionales y personales. El machismo se ha asociado de manera estratégica con las lógicas del mercado económico, oprimiendo la existencia de madres, hermanas, abuelas y compañeras. 

María, mi mamá, es empleada doméstica. Su valentía silenciosa hizo que junto a mi hermano rompiéramos las fronteras del balneario rochense y buscáramos a través de la formación universitaria otras alternativas de vida. Ha trabajado de manera formal e informal, pero siempre con trabajos precarizados, donde no hubo otra posibilidad que aceptar, sobre todo cuando crías dos hijes sola. 

El trabajo diario que miles de mujeres han destinado y destinan a limpiar la casa, garantizar la comida y la vestimenta familiar, cuidar las infancias, les adultes mayores y las personas con discapacidad, impulsa el desarrollo social, incide en la vida de les niñes y mantiene la economía. Por ellas, otres crecen saludables, otres se educan y otres mantienen un trabajo remunerado.

Algunas mujeres realizan una doble jornada laboral, poseen un trabajo remunerado que les  permite pagar algunas cuentas. Si son empleadas domésticas entran en un sector precarizado de largas jornadas, escasas condiciones de seguridad e higiene y mala remuneración. Hay otras que dedican gran parte de su tiempo a la organización doméstica, perdiendo con esa jornada que no paga, tiempo para un empleo remunerado o para estudiar. De una u otra forma, antes o durante la pandemia, las mujeres gestionamos la economía doméstica, cobijamos el crecimiento de las infancias y sostenemos la vida.   

Necesitamos un mundo donde las tareas se redistribuyan de manera equitativa y los costos del mercado no recaigan sobre nosotras. 

Como el de ellas, mi cuerpo sigue mandando señales de entristecimiento. Desato mi pelo para evitar el dolor de cabeza. Mi existencia ahora también está sostenida por mis amigas, somos una espiral que crece. Seguimos día a día la angustia cotidiana, el corazón en jaque y los abrazos postergados. Nos reconocemos juntas y le hacemos frente al despilfarro machista. Las ganas se vuelven acción, la construcción de una red colectiva que aliviane la caída, sostener los afectos, cuidar y luchar por la igualdad. 

Texto: Noelia Rocha 

Foto: Fanny Rudnitzky

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