No para de entrar gente al vestíbulo de la Sala Zitarrosa. Los más puntuales se amontonan contra la puerta y a sus espaldas se va formando una fila que termina afuera, con caras de frío, brazos cruzados y dando saltitos para aguantarlo. Encima son casi las siete de la tarde, y en 18 de Julio a esa hora se desatan unas correntadas de ese viento uruguayo helado que te aguijonea todo centímetro de piel que quede a la intemperie. Adentro se respira un ambiente limítrofe entre lo universitario y lo artístico, entre estudiantes antes de una clase teórica y espectadores antes de una obra —de hecho, esa zona difusa y difícil de encasillar es la que le gusta habitar al protagonista del evento—. Predominan los jóvenes universitarios, con el aspecto inconfundible del estudiante de las áreas social, humana o artística. Esa estética intelectual típica de la que es difícil hacer una descripción única y al mismo tiempo es fácil hacerse una imagen mental bastante acertada.
Disquisiciones estéticas aparte, es lunes 11 de junio y toda esa gente está esperando que empiece la segunda charla del Curso de Filósofos Lunáticos, a cargo del conocido filósofo argentino Darío Sztajnszrajber (la primera charla fue sobre Spinoza). La propuesta del ciclo, dividido en seis encuentros con una frecuencia mensual, es abordar en cada uno los conceptos centrales de un autor que ayude a pensar y entender el mundo contemporáneo. Esta segunda sesión le tocó a un tal Karl Marx, seguramente uno de los filósofos —por nombrar solo una de sus actividades intelectuales y políticas— más reconocidos, leídos e influyentes de la historia del pensamiento. No hay un intelectual a quien Marx le sea indiferente. Incluso más: cuando alguien, cualquiera sea, adopta ideas y posturas sobre cómo son o podrían ser la sociedad, la política y la vida, está, sabiéndolo o no, defendiendo o rechazando conceptos planteados por Marx. Y de yapa, este 2018 se cumplen 200 años de su nacimiento.
La gente y el lugar permiten anticipar el tono que tendrá el evento. La gran mayoría de los asistentes son jóvenes, lo que deja claro cuál es el tipo de público que convoca Darío. Es un filósofo para jóvenes. Tiene una actitud buena onda y canchera, una estética de intelectual medio rockstar, de pelo largo y vestimenta tirando a lo juvenil (camisetas con estampados originales, championes tipo All-Star, buzos gastados, etc). Trae constantemente ejemplos de la vida cotidiana de los jóvenes y los comunica mediante expresiones coloquiales. Dice palabras como “mierda” y “coger” sin ningún problema. Su aspecto, sus modos y sus propuestas —recordemos que desde hace años encabeza un espectáculo artístico en el que se mezclan música y filosofía— lo pintan como un intelectual de la posmodernidad que asume su condición y se construye como sujeto posmoderno.
El lugar también habla. Es una clase en un teatro, en una sala coqueta donde se suelen hacer recitales y obras, y que predispone a la gente a sentarse a ver un espectáculo mucho más entretenido que una clase común y corriente. Y eso que al final lo que hace Darío no es más que dar una clase, pero con una puesta en escena cautivante, casi teatral, en la que aparece como un orador sentado en un escritorio sobre un escenario a media luz, en lugar de como un profesor robótico que pasa sus diapositivas en el salón 6 de una facultad cualquiera. Hay una clara intención de entender y enseñar la filosofía como un arte o una forma cuasi artística de pensamiento que implica la seducción del espectador, su puesta en trance.
Darío Sztajnszrajber es, más que nada, un docente. Un tipo realmente obsesionado por que cada palabra llegue a quien lo está escuchando y este pueda decodificarla y otorgarle un sentido dentro de la narración. Su voz forma un hilo envolvente cuya fluidez casi musical es interrumpida a propósito con preguntas descolocantes que buscan la desnaturalización de las cosas tal como se nos presentan y el cuestionamiento del más básico sentido común, haciendo honor a su frase de cabecera: “la filosofía no resuelve problemas; los crea”.
El marxismo… ¿sigue vigente?
Comienza la clase diciendo que su intención es rescatar al Marx pensador y usarlo para pensar el mundo de hoy, en el entendido de que muchas de las categorías de Marx siguen presentes en la actualidad. “La moneda se vuelve metal”, cuando la metáfora no alcanza a explicar la realidad, según él es posible resignificar las ideas de Marx en nuestro tiempo.
Si se trata de cuestionar lo dado (que por definición se presenta como lo obvio), Marx era realmente un pesado. Prácticamente toda su obra apunta a mostrar que lo que se nos presenta como natural o normal es en verdad una construcción histórica y social, y que, como tal, es contingente y transformable. Esto es lo que afirma en una frase de una potencia inigualable, acaso no lo suficientemente recordada y valorada: “La naturaleza humana es el conjunto de sus relaciones sociales”. No existe ningún tipo de determinismo natural en las construcciones humanas. Ningún modo de producción y organización de la vida humana existe porque está inscripto en nuestra naturaleza o porque somos biológicamente propensos a adoptarlo, sino que es el resultado de una determinada configuración de relaciones sociales. O sea, es una construcción social, histórica y cultural que de natural no tiene nada.
Marx utilizó estos argumentos para hacer una crítica radical al sistema capitalista. Las relaciones sociales que se establecen en el capitalismo son relaciones de poder en las que la propiedad privada de los medios de producción genera la opresión de los trabajadores —su explotación— por parte de los capitalistas, y, como resultado de esto, la miseria de los primeros y el privilegio de los segundos.
Luchando contra la naturalización del capitalismo como el único modo posible de producir y organizar el mundo, Marx insiste en que siempre se trata de una imposición en beneficio de unos pocos. Un sistema de relaciones basado en la dominación. Es necesario dominar a la gente para que acepte sin demasiada resistencia el capitalismo. Pero la clave es que esa imposición nunca debe aparecer como tal, sino como una fuerza natural a la que no tiene sentido oponerse. Ya lo dijo Foucault: “donde hay poder hay resistencia”. Entonces, la forma de que no haya resistencia es que el poder no se presente como la imposición de una opción entre otras posibles, sino como el estado natural y normal de las cosas. Por esto la dominación capitalista es tan efectiva. “El poder siempre nos hace creer que las cosas solo pueden ser de la forma en que son”, dice Darío.
La explotación nuestra de cada día
“La escuela de la sospecha” es una expresión famosa del filósofo francés Paul Ricoeur para denominar la actitud de búsqueda permanente, de escepticismo y casi obsesión por el des-cubrimiento que caracterizó a sus tres maestros: Marx, Nietzsche y Freud. La expresión es potente, y en el caso de Marx, muy fiel a su vocación intelectual y política. Nada es lo que parece. Una vez más, hay que desconfiar de lo que viene dado, de lo que aparece como evidente, pero ya no solo para entender que es una construcción social impuesta y no natural, sino para ver más allá y descubrir que en el fondo las cosas no son como nos las muestran. Otro filósofo francés, Jean Baudrillard, era aún más radical, decía que lo que aparece ahí está colocado ahí justamente para ocultar que en verdad lo que hay ahí no es eso.
Para Marx, todo el aparato cultural del capitalismo (pensemos, por ejemplo, en la publicidad, en las charlas motivacionales, en el entretenimiento mediático) existe para encubrir la explotación, que es la relación de poder básica y brutal que sostiene todo el sistema. Desde un punto de vista estrictamente económico, la explotación es la extracción de plusvalía del trabajo del trabajador por parte del capitalista, que está dada por la diferencia entre el valor que el trabajador agrega al producto por medio de su trabajo y el salario que percibe por hacerlo. Dicha diferencia es la ganancia que obtiene el capitalista y, desde la perspectiva de Marx, ni más ni menos que un despojo al trabajador. La explotación tiene como resultado un acceso diferencial a la riqueza producida por el capitalismo, y como tal es un mecanismo de generación y reproducción de la desigualdad social. Algunas películas que tratan sobre su vida muestran las reuniones de los primeros grupos sindicales (clandestinos, por supuesto) en las que Marx iba a explicar, con paciencia y fervor a la vez, su teoría de una explotación que los trabajadores presentes vivían en carne propia. Jamás sabremos cuánto hay de ficción y cuánto de realidad, pero las caras de los escuchas cuando entienden la lógica del sistema son para encuadrar.
En las sociedades posmodernas en las que vivimos, estas formas de explotación laboral pueden parecernos un poco anacrónicas, pertenecientes a una época que ya no existe. El mundo capitalista que describió Marx consistía en sociedades europeas industriales y modernas, donde las relaciones económicas asumían la dualidad capitalista-trabajador, mediada por el trabajo fabril y el salario. A pesar de lo dicho comúnmente (para sacarse de encima el fantasma de Marx tildándolo de obsoleto), las relaciones laborales de explotación clásica siguen existiendo en las actividades económicas tradicionales. ¿Acaso no existen fábricas, empresas o establecimientos rurales con patrones y empleados?
Sin embargo, es cierto que las transformaciones del capitalismo han dado lugar a sociedades posindustriales y pos-salariales en las que la economía ya no está tan estructurada por la relación salarial, como sucedía antes. Muchos han interpretado esto como el fin de la explotación. Lejos de eso, la explotación y la extracción de renta se han extendido hacia campos a los que no llegaban, pero lo hacen de un modo que al ser mucho más sutil, es más difícil de identificar. Digamos, a grandes rasgos, que la explotación es la apropiación por parte del capital de un beneficio por el cual no paga. En este sentido, existen muchas situaciones cotidianas en las que el capital se beneficia de nosotros pero no a través de la explotación clásica. En las sociedades desalarizadas en las que vivimos, trabajamos sin saberlo. Las grandes cadenas de supermercados descuentan impuestos con las colaboraciones que nos piden en la caja. Las empresas de publicidad lanzan concursos de afiches o eslóganes cuyos ganadores son recompensados con capacitaciones en la misma empresa. La vorágine de las redes sociales hace que los usuarios seamos al mismo tiempo consumidores y activos trabajadores que viralizamos sus contenidos, cuando no los producimos directamente.
No es casualidad que en este contexto hayan tomado fuerza los valiosos aportes feministas a la economía política marxista. Dichas teorías explican cómo la explotación de la mujer ha sido históricamente un elemento fundamental (completamente invisibilizado) y funcional a la explotación capitalista. La mujer siempre ha sido la trabajadora no paga sobre la que se basa todo el funcionamiento: la encargada del trabajo doméstico, la responsable de la crianza, el sostén anímico del padre de familia. Su trabajo es nada menos que mantener y reproducir la fuerza de trabajo que el capital utiliza, y nadie le paga por ello.
La revolución es violenta
El conflicto estructural del capitalismo entre el capital y el trabajo, es decir, entre grupos con intereses antagónicos, da lugar a la lucha de clases. Esta es, para Marx, inevitable en sociedades donde la desigualdad es estructural, inherente al sistema y necesaria para su reproducción. En ese contexto, las clases entran en conflicto, y ese conflicto es la fuerza que puede transformar la historia.
Una vez más, en las sociedades posmodernas el conflicto estructural del capitalismo ya no se da entre capitalistas y trabajadores, porque esos actores ya no forman el eje central sobre el que funciona el mundo económico y productivo. El conflicto ahora está planteado entre el capital y la vida, la naturaleza y las relaciones humanas. La lógica voraz del capital nos come la vida, nos deja sin tiempo, destruye la naturaleza, mercantiliza y aliena nuestras relaciones.
La única salida de la explotación y alienación colectiva es la revolución, un cambio radical de las condiciones de la existencia humana. Una transformación del sistema, de la forma en que producimos y organizamos el mundo y nuestras vidas. Como el poder se opone a toda fuerza que procure cuestionar las jerarquías y desmantelar los privilegios (y lo hace con una severidad de la que la historia ofrece muchos ejemplos), la revolución necesariamente ha de ser radical.
Por eso Darío sostiene que el reformismo siempre ha sido un obstáculo para el propósito revolucionario marxista, ya que propone soluciones parciales que apuntan a una administración “más humana” del sistema, cambios progresivos para que sea cada vez mejor, pero nunca se plantea combatirlo de raíz y superarlo definitivamente. Las críticas por izquierda a los progresismos latinoamericanos del siglo XXI suelen realizarse en estos términos.
En esta lucha, Darío está parado al lado de Marx en la certeza de que la filosofía tiene que volverse praxis, y tiene claro que su arma es la pregunta, ese registro rarísimo de pensamiento en el que la expresión más inocente puede ser la más demoledora. La acción filosófica y política de Darío pasa por el incansable cuestionamiento de lo naturalizado y la visibilización del poder allí donde parece que no existe: “Ser de izquierda es desencializar, cuestionar todo aquello que aparece como dado y que no puede ser de otra manera. Las cosas son de una forma, que no tienen por qué ser así. La derecha conserva lo que está instalado y lo recubre con el manto de la naturalidad, la normalidad y la inevitabilidad. Como las cosas siempre han sido así, entonces está bien que así sean. Bueno, contra eso hay que luchar”.
La próxima charla será hoy, lunes 16 de julio, sobre Nietzsche. Las siguientes clases serán sobre Heidegger, el 6 de agosto; sobre Foucault, el 3 de setiembre, y, para finalizar, sobre Derrida, el 1ro. de octubre. Todas las instancias son en la sala Zitarrosa a las 19.30. Por más información, se puede consultar la página de Facebook Filósofos Lunáticos – Curso – Darío Sztajnszrajber en Montevideo.
Texto: Ignacio De Boni y Mariana Tenenbaum
Foto: Mariana Tenenbaum