La dominación disimulada

En los hechos, la meritocracia y el emprendedurismo legitiman y reproducen la desigualdad, pero como no pueden transparentarlo, utilizan discursos que apelan a una igualdad y libertad que no existen: “todos podemos hacerlo”, “podés conseguir lo que te propongas”, “yo soy igual que vos”.

Entre los fanáticos del género literario conocido como “novelas distópicas” suele darse una polémica bastante apasionada acerca de la fuerza predictiva de sus dos obras más emblemáticas: 1984, de  George Orwell, y Un mundo feliz, de Aldous Huxley. Muy a grandes rasgos, la distopía orwelliana, motivada por la crítica del autor a la deriva totalitaria del estalinismo, consiste en un estado policial que gobierna a través del miedo, dictaminando explícitamente lo prohibido y lo permitido, vigilando desde un panóptico llamado Hermano Mayor y castigando las conductas desviadas. Por su parte, en el mundo feliz de Huxley el poder no tiene un centro definido ni se ejerce coercitivamente, sino que se incrusta en las conciencias individuales mediante tecnologías médicas para lograr la aceptación acrítica del orden vigente, estado de alienación que se prolonga con estímulos placenteros como consumo de drogas balsámicas y espectáculos banales.

En ambos mundos el poder cuenta con varios aparatos de dominación social, pero el factor predominante no es el mismo. Mientras en 1984 el poder se ejerce mayormente de arriba a abajo, a través del aparato represivo e ideológico del estado, en Un mundo feliz se esparce silenciosamente a través de técnicas biopolíticas que no están en ningún sitio en particular, sino cubriéndolo todo, interviniendo en la producción y el control de la vida y de los cuerpos.

Estas dos formas antagónicas de ejercicio del poder tienen, lógicamente, efectos también antagónicos en las conciencias de los dominados. En 1984 la dominación brutal y exógena hace que las personas sean conscientes de su situación oprimida y, por lo tanto, que la vivan con miedo e impotencia. En cambio, en Un mundo feliz, la dominación endógena y la ausencia de un poder despótico señalable hacen que las personas sean perfectamente inconscientes de su situación, y la vivan con conformidad y hasta con felicidad inducida.

Con el advenimiento de las sociedades de consumo, la proliferación de la tecnología y su creciente mediación en las relaciones sociales, la era del vacío posmoderno y la expansión del individualismo y el hedonismo como formas de vida, se puso de manifiesto que la vida del futuro se parecía bastante más a lo imaginado por Huxley que al pronóstico de Orwell. No obstante, el uso cada vez más extendido de sistemas de videovigilancia y bancos de datos que registran y almacenan nuestras búsquedas web (por lo menos) muestra que estamos rodeados por los aparatos de control que temía Orwell, aunque no estén monopolizados por un estado totalitario sino sutilmente distribuido por la mano invisible y omnipresente del mercado. Además, técnicas recientes de manipulación mediática de la información, como la posverdad y las fake news, también le dan la razón a la forma de dominación de 1984, basada en la formación del pensamiento, donde los hechos se construyen deliberadamente para obtener un relato favorable al poder e impregnarlo en las conciencias individuales, de modo que lo legitimen.

Pasando en limpio, Orwell y Huxley tuvieron tanta razón que asusta, pero la precisión de sus predicciones tiene énfasis distintos. Orwell mostró que el poder tiene dueño. Sostuvo una concepción posesiva del poder, como algo que se tiene. No solo es una fuerza fluyente que se ejerce y se direcciona, no solo es la capacidad de hacer que otros hagan; es sobre todo una propiedad, algo que unos tienen y otros no, y esa desigualdad es la esencia del poder. Dicho distinto: es una relación social basada en una diferencia que está dada por la propiedad. El poder existe porque existe esa diferencia, y el poder son los medios (represivos, ideológicos) que permiten administrar y re-producir esa diferencia.

Huxley entendió que la dominación más perfecta no se logra creando un estado de terror, sino un mundo feliz. Aun en la actualidad, donde el crecimiento de las ultraderechas y la crispación microfascista en las calles y redes sociales parecen estar a punto de desatar el caos, el poder rara vez muestra su lado más brutal. Todo lo contrario: no le conviene que el conflicto latente se haga manifiesto -porque eso puede desencadenar la rebelión de los dominados- y busca los mecanismos sutiles para ocultarlo, para inhibirlo. Foucault dijo que donde hay poder, hay resistencia. Entonces, la forma de que no haya resistencia es que no haya poder. El poder orienta todos sus esfuerzos a ocultarse a sí mismo, a hacer como si no existiera, y cuando aparece lo hace a través de estímulos positivos, en forma de ánimos y recompensas: reconocimientos, ascensos, casual fridays, bowls con frutas y snacks en la oficina, charlas motivacionales que dan la receta del éxito, 15 minutos de yoga y estiramiento.

Esta dominación implícita, soft, invisible a los ojos, es mucho más efectiva y estable porque cuenta con el consentimiento de los dominados, que no se sienten como tales. Conceptos muy famosos en ciencias sociales como la violencia simbólica de Bourdieu y la biopolítica de Foucault, al igual que la concepción del poder de Huxley, en el fondo lo que quieren decir es: el poder no solo es el palo que reprime, son, sobre todo, los mecanismos inmanentes de disciplinamiento y control que hacen que reprimir apenas sea necesario. Esta forma de dominación es la que mueve el mundo en que vivimos.

Hay un ejemplo reciente de cómo al poder no le conviene mostrarse al desnudo, cómo los dominadores hacen todo lo posible para que no se manifieste la diferencia que es la base de la relación de poder que tienen sobre los dominados. En el conflicto del agro, buscando organizar y capitalizar el estallido de quejas por las políticas rurales y el costo del estado, los voceros de los autoconvocados remarcaban un punto: “No hay que polarizar el tema hablando de patrones y de empleados. Esto es un problema del campo en general”. Y aunque tomar el campo como un territorio homogéneo sea de una ingenuidad bochornosa, como si no coexistieran en él intereses, clases sociales y necesidades radicalmente distintas, no lo es tanto si entendemos que ha sido una estrategia del poder desde siempre. Decir que hay patrones y empleados es transparentar el hecho de que hay dominadores y dominados, unos pocos que se benefician mucho y muchos que tienen que conformarse con poco. Y eso es una injusticia muy difícil de sostener -por más meritocracia en la que se crea- porque contradice el discurso básico de la democracia, la igualdad de oportunidades y la realización individual. Más vale hacer como que estamos todos en el mismo bando y acusar de polarizadores a quienes pretenden mostrar que ahí hay un conflicto, una relación de poder, una injusticia. Gramsci llamó “hegemonía” a esta estrategia del poder, que consiste en hacer pasar los intereses de la minoría como intereses de la mayoría. En el plano discursivo, la hegemonía logra que no pueda hablarse de dominadores y dominados, porque disuelve ese antagonismo mediante una alineación falsa de intereses. El poder siempre evita transparentar el conflicto. Somos el campo, estamos todos en la misma.

La carta ganadora de esta dominación oculta, disimulada, lo que asegura su efectividad, es su apelación a las pasiones alegres, en términos de Spinoza. Si es invisible y efectiva es, justamente, porque no se parece a la imagen clásica de una dominación. El capitalismo captura la alegría y la utiliza a su favor. Ya no solo la ofrece enlatada en bienes de consumo durante el tiempo de ocio, ahora también la promete en el tiempo de trabajo, lo que genera una difuminación de las fronteras entre ambos tiempos en la que el trabajo no se vuelve menos arduo -como se nos hace creer-, sino que el ocio se llena de tareas del trabajo -como cualquier trabajador sabe-. Se construye un imaginario de pajaritos en el aire según el cual trabajar en una empresa es algo que está bueno, que te hace sentir bien, y que por lo tanto es deseable. No es un mandato ético, no es una oportunidad económica, no es una acción racional; es una gratificación emocional. La máquina capitalista entendió que sus piezas se mueven mejor guiadas por el deseo, por lo que trabaja activamente para alimentarlo. La estética de los ambientes laborales de las grandes empresas (burbujas de diseño minimalista, edificios hipermodernos con oficinas espejadas, jóvenes lindos vestidos de ejecutivos, jardines interiores, stands de comida saludable y cervezas artesanales) contribuye mucho a la construcción de ese deseo. ¿A qué joven no le gustaría trabajar en un lugar como ese?

Ese imaginario se encarna en la figura del emprendedor, que es el arquetipo del capitalista contemporáneo. Es el modelo a seguir, lo que se debe querer ser (para remarcar el factor del deseo). La cultura del emprendedurismo se basa en la premisa bochornosamente falsa de que cualquiera puede ser rico y exitoso si se lo propone y trabaja para ello (“si vos querés, podés”), ignorando las condiciones estructurales que generan privilegios para unos y barreras impasables para otros, por lo que sus probabilidades de éxito son completamente distintas. Ese es el paradigma de la meritocracia, el que sustenta la creencia de que la vida de las personas es el resultado de su voluntad, esfuerzo y talento individual, en vez del destino más o menos esperable en función de las condiciones sociales de las que parten. Por suerte, el economista Joseph Stiglitz, a quien no puede acusarse de ser marxista ni de izquierda, dejó las cosas claras en su libro El precio de la desigualdad: “El 90% de los que nacen pobres mueren pobres por inteligentes y trabajadores que sean, y el 90% de los que nacen ricos mueren ricos por idiotas y haraganes que sean. Por ello deducimos que el mérito no tiene ningún valor”.

En los hechos, la meritocracia y el emprendedurismo legitiman y reproducen la desigualdad, pero como no pueden transparentarlo, utilizan discursos que apelan a una igualdad y libertad que no existen: “todos podemos hacerlo”, “podés conseguir lo que te propongas”, “yo soy igual que vos”. Un vez más: la estrategia del poder es borrar discursivamente la diferencia entre dominadores y dominados, haciendo de cuenta que somos todos iguales. Para esto el concepto de “emprendedor” es fundamental, ya que se utiliza para destacar una virtud, que es tener una actitud trabajadora y optimista. Esto funciona como un reconocimiento subjetivo igualador que encubre las diferentes posiciones objetivas que tienen las personas en la sociedad. Desde esta perspectiva, un jardinero, un chofer de Uber, una empleada de atención al cliente de Mercado Libre y un accionista millonario son, todos por igual, emprendedores. El emprendedor no es solo el nuevo capitalista cool, prototipo de la dominación disimulada; es también el explotado que no se reconoce como tal (sino como el hacedor de su propia vida) y cuyo deseo de volverse exitoso lo lleva a explotarse a sí mismo y a culpabilizarse cuando no lo logra, porque está convencido de que es libre y que todo depende de él. La dominación interna es mucho más eficaz porque la ausencia de un poder externo y la sensación de libertad impiden que surja cualquier deseo o acción liberadora, ya que a simple vista no hay de qué liberarse.

Pero sucede que la felicidad que nos prometen es ficticia. El discurso motivacional del optimismo, el crecimiento y la realización individual tienen un reverso oscuro que muy a menudo sale a la luz. En el mundo feliz de la dominación disimulada la gente vive agazapada, en un estado de excitación latente que se activa automáticamente ante cualquier escándalo o amenaza, en el tránsito o en las redes. Somos un cuerpo en alerta permanente, pero por mucho más que por la inseguridad: por el miedo a que todo colapse, a que la vorágine nos lleve puestos, o peor, a que de repente se detenga y no sepamos qué hacer, y tengamos que asumir lo que hizo de nosotros. Es el pánico de no quedarse atrás y al mismo tiempo el deseo alienado de que la carrera no termine nunca.

Personas ansiosas, que no tienen tiempo para nada, que ven al otro con desconfianza porque puede ser un competidor, un enemigo o un chorro. ¿Qué felicidad es esa? Si estamos demasiado metidos en nosotros mismos como para ver que el poder es injusto y violento, al menos reconozcamos que nos provoca angustia, por más que luego recurramos a dosis de series y escapadas de Woow para sobrellevarla. Nos negamos a habitar esa angustia, a preguntarnos de dónde viene. La vemos como una presión del momento que dará sus frutos en el futuro, o la despachamos como patología individual, en vez de entender que es el sentimiento propio de quien está siendo explotado. Los sentimientos de alegría que nos promete el poder en el fondo son sentimientos de tristeza. Todavía estamos a tiempo de reconocer ese engaño.

Texto: Ignacio De Boni

Ilustración: Matías Reyes. Colectivo Fobia

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