En una tercera edición de “Emer-gentes”, conversamos sobre segregación residencial. ¿Qué es? ¿A quiénes afecta y en qué sentido? ¿Qué efectos genera sobre la convivencia y la integración social? ¿Cómo se manifiesta en nuestro país? Contamos con los aportes de Beatriz Rocco, especialista en planificación territorial.
Vivir separados
Beatriz Rocco, trabajadora social y docente de la Universidad de la República, que trabaja en planificación territorial en el marco de sus estudios de posgrado, define la segregación residencial como la distribución diferencial de los grupos sociales en el territorio. Estos grupos pueden diferenciarse según distintos criterios: etnia, nacionalidad, profesión o clase social. Para explicar la distribución de la población en las ciudades de nuestro país, la clase social es el criterio con más peso.
Si miramos, por ejemplo, los diferentes barrios de Montevideo, encontramos una tendencia a que los habitantes de un barrio sean todos del mismo nivel socioeconómico. Se conforman, así, barrios ricos, barrios pobres o barrios de clase media. El mapa territorial de la ciudad se vuelve también el mapa de las desigualdades.
Estas marcadas diferencias territoriales se pueden observar al transitar por la ciudad —si tenemos esa chance—. Además, han sido estudiadas reiteradas veces tanto por cientistas sociales como por urbanistas, y desde ambas perspectivas se ha llegando a similares resultados: Montevideo se organiza en tres grandes zonas con claras diferencias socioeconómicas, de desarrollo social y de acceso al bienestar.
Los barrios ubicados sobre la costa este —desde Barrio Sur hasta Carrasco—, junto a un brazo que va desde el Centro hasta el El Prado, concentran a las personas de mayor poder adquisitivo; la periferia de la ciudad concentra a las personas más pobres, especialmente acentuadas al oeste y el noreste de la ciudad, y, entre ambos, se ubica un anillo intermedio con mayor diversidad en las características de la población. Esta polarizada distribución se ha mantenido en los últimos 30 años.
La segregación no solo se materializa en el lugar donde vivimos, sino también en relación a los lugares de la ciudad por los que habitualmente transitamos. Dentro de una ciudad como Montevideo —relativamente pequeña en cuanto a extensión territorial—, convivimos con personas con las que nunca nos cruzamos, ni compartimos los mismos espacios públicos, ni transitamos las mismas calles, ni hacemos uso los mismos servicios. Habitamos ciudades diferentes.
Y no solo eso, sino que esas diferentes zonas pueden ordenarse jerárquicamente. A la hora de repartir los espacios de la ciudad, los más pobres son expulsados hacia las zonas menos atractivas, con mayores riesgos medioambientales, menor acceso a servicios y mayores déficits en materia de infraestructura urbana. Esta expulsión, que en general se explica a partir de las diferencias en los precios de los suelos, ubica a los pobres en las zonas periféricas.
La contracara de esa expulsión es la elección de los ricos de retirarse a otra periferia, más atractiva en cuanto a entorno natural, para construir sus espacios de residencia en barrios privados. En un artículo publicado en Hemisferio Izquierdo, Marcelo Pérez, se da cuenta de la existencia de 61 barrios privados en Uruguay.
A propósito, Beatriz explica que este tipo de barrios genera un fuerte aislamiento del resto de la sociedad. Sus habitantes acceden a todos los servicios dentro del barrio, pero sobre todo acceden a esos servicios en forma exclusiva. Estos espacios, privados y privativos, conducen a una “socialización burbuja” que conspira contra la posibilidad de generar empatía con el otro, de reconocerlo como un par.
Esto refuerza que la distancia social no solo quede plasmada en el mapa de la ciudad, sino también en los imaginarios de sus habitantes.
Pensarnos separados
La ubicación diferencial de los distintos grupos en el territorio aporta a la construcción de una frontera social, que separa a las personas, y conduce a representaciones distorsionadas de quienes se ubican del otro lado de la frontera.
Construimos una mirada del otro a partir del lugar en donde vive. Si pensamos en un joven de Carrasco, inmediatamente se nos representa en la cabeza un imaginario cargado de contenidos y características bien distintos a los que puede traernos pensar en un joven de Casavalle. Probablemente sin conocer de primera mano a ningún residente de ninguno de esos barrios. Es una representación que se va forjando desde la distancia física y social, y muchas veces está motivada por las imágenes de los medios de comunicación.
Ese otro desconocido, cuya representación construimos sobre la base de estigmas y prejuicios, en ocasiones empieza a aparecer como un otro peligroso. La distancia en la ciudad es una de las principales fuentes de hostilidad y miedo hacia el otro, de imposibilidad de convivencia y de pensarnos como iguales, como co-ciudadanos.
Separarnos cada vez más
Las distancias físicas y simbólicas que aparecen asociadas a la segregación residencial son funcionales a la reproducción de la estructura social. Según el barrio en el que viva voy a tener un mayor o menor acceso a algunos bienes y servicios, vínculos personales y recursos culturales.
El acceso al saneamiento, a los centros de salud y de educación están condicionados por el lugar en donde vivo. Lo mismo sucede con el transporte, el alumbrado público; con caminar por la vereda, transitar con seguridad por las calles; con no convivir con basurales o aguas estancadas.
Las personas que pueda conocer y los apoyos que de ellas pueda recibir a lo largo de mi vida también van a estar condicionadas por el barrio en el que vivo. El capital social, entendido como las redes de confianza que se tejen con otras personas y que en algún momento se pueden capitalizar para el beneficio personal, se ve limitado por los vínculos que se generan en círculos socioeconómicamente endogámicos. Un ejemplo típico de esto es conseguir un trabajo a través de un conocido.
También el acceso al capital cultural, a los recursos simbólicos del habla y del comportamiento se van a ver determinados por el hábitat en el que que me muevo. Este condiciona mi desarrollo personal. Por ejemplo, adaptarse a las normas escolares es más difícil para los niños que no divisan en su entorno pautas de conducta similares a las celebradas en la escuela —el silencio, la concentración, la disciplina física, etc.—.
La segregación residencial es un claro reflejo y reproductor de la estructura social que no solo conspira contra la integración social, sino que también va en detrimento de las posibilidades de movilidad social. A los más pobres y excluidos mejor dejarlos quietitos, aislados y fuera del paisaje urbano.
Texto: Fanny Rudnitzky y Mariana Tenenbaum
Imagen: La replica
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