Infinidad de voces se han expresado a propósito de la realidad venezolana. En ese frenético discurrir dialéctico, en el que suele escasear la sinceridad que revele la verdad aproximada, lo que se pretende destruir con saña o mantener con adoración fanática es el único motor de un debate en el que, sin lugar a dudas, la obligación de situarse del lado de uno u otro bando está instalada. Paradójicamente, quien no se pliega a este modus operandi es acusado de ocultar su verdadera intención.
Todo parece indicar que la situación política, económica y social en Venezuela se ha agravado. Si bien esto no parece ser ninguna novedad, sí puede verse como la posible etapa final de un asunto que viene de larga data.
El planteo más primitivo (pero útil para empezar a delinear por dónde va la situación en aquellas latitudes) podría hacerse dividiendo el escenario en dos columnas. De un lado, Estados Unidos, sus aliados latinoamericanos del Grupo de Lima y, más recientemente, un importante número de países que integran la Unión Europea (UE). Los de siempre.
La Casa Blanca, fiel a su estilo y tradición, no descarta ninguna alternativa, sigue con su habitual retórica belicista e intervencionista, y recientemente decide enviar alimentos y medicamentos a Venezuela, con la ayuda de los gobiernos de Brasil y Colombia, que con diligencia prestan sus fronteras para que la “ayuda humanitaria” de Trump, Pence y Bolton llegue a destino (algo que tampoco hacen por primera vez).
Las naciones del viejo continente (Reino Unido, España, Francia, Alemania, Austria, Holanda, Portugal, Polonia, Dinamarca y los llamados países bálticos) reconocen a Juan Guaidó como presidente interino y exigen que se realicen pronto elecciones generales “libres” y “democráticas”, según reclaman.
Del otro lado, Rusia, China, Irán, Bolivia, Nicaragua, Cuba y un puñado de países europeos, como Italia, Grecia y Noruega. Mientras que los dos primeros están incluidos en el Grupo de los 28 (Italia ha recibido varios tirones de orejas desde Bruselas por temas presupuestales), el caso de Noruega es diferente: no forma parte de la UE y cuenta con importantes reservas de petróleo.
Por otra parte, están Uruguay y México. Ambos países han hecho un llamado al diálogo, sin posicionarse expresamente a favor o en contra del gobierno de Nicolás Maduro. De hecho, Montevideo fue sede de la primera reunión entre el Grupo de Contacto para abordar la situación venezolana, instancia apoyada por la ONU y que, además de Tabaré Vázquez, fue copresidida por Federica Mogherini, alta representante de la UE para Asuntos Exteriores y Política de Seguridad.
Con esta breve introducción general quisiera pasar a desmenuzar un poco más la situación, que puede interpretarse de varias maneras dependiendo de la ideología y las intenciones de cada uno.
Nadie en su sano juicio (o con un conocimiento regular de la historia) negaría el papel que ha jugado Estados Unidos en el escenario global (por algo y para algo es una potencia mundial), defendiendo sus intereses y recurriendo a todo tipo de maniobras para imponer su voluntad. Si a esto se le suma que Venezuela es uno de los países que cuenta con mayores reservas de petróleo, además de innumerables y valiosísimos recursos naturales, los hechos parecen caer por su propio peso. Capítulo aparte merecería detallar lo que ha pasado con el precio del crudo en los últimos años: su notorio descenso ha debilitado al gobierno bolivariano y hecho mella en sus posibilidades económicas.
No está de más recordar también la nueva configuración política que está teniendo lugar en muchos países latinoamericanos: el anteriormente mencionado Grupo de Lima no puede definirse precisamente como una agrupación conformada por amantes del progresismo.
Pero el rompecabezas estaría incompleto si no entraran en escena otras potencias globales. Mientras que algunos hablan de “coletazos” de la Guerra Fría, otros afirman que estamos ante lo que denominan como la versión 2.0 de este conflicto. Como era de esperar, Rusia se posicionó en contra de la injerencia internacional, echando mano a argumentos como la contravención del derecho internacional, mientras que, en el caso de China, hay una oposición a la intervención militar y su postura clara (más por apoyar una salida pacífica que por gritar a los cuatro vientos que ninguna potencia occidental va a hacerse con el control de Venezuela). Un detalle no menor: China es, al día de hoy, el primer acreedor de Venezuela, seguido por Rusia.
Un poco más raro puede resultar el caso de Turquía (que aparece como aliado de Maduro en la visión maniqueísta que campea en torno al tema), que, aparte de los comentarios sobre Erdogan y su estilo, se posiciona como una de las naciones que reconocen al sucesor de Chávez como mandatario legítimo.
Varias preguntas cabría hacerse en aras de ir descartando obstáculos que posibiliten un discernimiento de lo que ocurrió, ocurre y muy probablemente ocurrirá en Venezuela…
Si, como se supone, Maduro tiene el apoyo popular, ¿por qué no convoca a elecciones en las que, siguiendo su línea de razonamiento, ganaría? Las respuestas a esto resultan obvias y, en algunos casos, comprensibles.
Por otra parte, ¿qué garantías traerían unas elecciones convocadas por Guaidó, quien, en definitiva, es alguien que se autoproclama presidente (muy democrático el hombre) y que goza del respaldo de quienes ya sabemos?
Nadie puede saber con precisión qué desenlace va a tener la situación venezolana (¿a alguien le conviene que haya un desenlace o les es más redituable que siga siendo el campo de batalla de un reducido grupo de potencias que dominan el mundo?), pero, si algo puede aventurarse (más allá de la retórica y la impronta caribeña, los gobiernos cipayos de países sudamericanos y los intereses geopolíticos de los más poderosos) es que ver el tema con una lógica propia de otro siglo y respondiendo solo a impulsos producidos por simpatías ideológicas hechas a medida poco ayuda a intentar comprender qué está realmente en juego y quiénes manejarían a gusto y antojo el control remoto de la política internacional.
Texto: Facundo Berterreche
Foto: Flickr