La política como actividad no tiene que ver tanto con la creación de un relato hegemónico1, como con la disposición de los cuerpos, con su organización y su capacidad de hacer algo, es decir, con su potencia, con su llegar-a-poder/ser2. Dicha disposición es la que haría posible la reconstrucción de un cuerpo social que tenga la capacidad de hacer frente a las formas de vida que impone el neoliberalismo. Es necesario reactivar la dimensión física, afectiva y territorial que permita reconstruir las condiciones que posibiliten otros modos de vida, una recomposición social más allá de lo establecido, la construcción de algo diferente.
Hace ya un tiempo que la política no es lo de allá arriba, que no está vestida con traje y corbata, que no se hace a través del discurso verbal y que no es la actividad a la que se dedican unos pocos. La política, entendida como la colectivización, problematización y gestión de la vida —de sus males y sus bienes— dentro de este sistema es, más bien, poner el cuerpo, repensar lo cotidiano y construir otras formas de hacer, existir y relacionarnos dentro de un sistema de lógicas egoístas y verticales que nos configura para ser lo mismo o, más bien, para no ser otra cosa. Y ahora, en estos tiempos, con la boca tapada, las manos cubiertas y los cuerpos distantes, es difícil aplicar a lo cotidiano todas esas lecturas que nos formaron, todo ese aprendizaje adquirido del feminismo, de los cuerpos juntos en las calles, del despliegue social en los barrios, de la empatía y la solidaridad de los diferentes movimientos sociales gracias a los cuales nos parecía estar construyendo un mundo diferente.
Dice Franco Berardi “Bifo” que una sublevación colectiva es, antes que nada, un fenómeno físico, afectivo y erótico, y que es la experiencia de una complicidad afectuosa entre los cuerpos. Estando sumamente de acuerdo con esta definición, no logro entender de qué manera podemos ahora pensar la revolución en esos términos, cuando de hecho no estamos pudiendo siquiera abrazar, reunirnos o pasear. Cuando de hecho estamos ansiando, antes que ninguna sublevación, el mínimo contacto. Después, quizá, podamos volver a pensar en una sensibilidad que nos dote de capacidades para interactuar más allá del lenguaje, una sensibilidad que necesita salir de las cuatro paredes de nuestra casa para poder darse, que necesita de un espacio público, abierto y colectivo que confirme la posibilidad de estar juntes, sin tapabocas ni guantes.
Las calles, las ferias, los parques y la rambla no son ahora espacios de intercambio, de constitución y construcción de algo colectivo -y político-. Son, de vuelta, lugares de tránsito, medios para un fin, y no fines en sí mismos. Lugares en los que, además, cuanto menos tiempo estemos y con menos gente nos crucemos, mejor. Quién sabe ahora cuándo podremos volver a liberar esos espacios ocupándolos con los cuerpos para compartir e intercambiar de nuevo, para pensar otros mundos y, además, para concebir una política que logre trascender la construcción de un relato que aglutina demandas.
Aprovechemos para pensar cómo vamos a salir de esta: de este cuerpo encarcelado, de estos vínculos con pantalla mediante, de esta soledad y angustia. Y aprovechemos también para imaginar cómo esa salida se convierte en alternativa a largo plazo. Ahora es una pandemia, y pasará. Pero después, ¿qué? No olvidemos que el mundo está lleno de gobiernos exhortando fuertemente a quedarnos en nuestras casas. Hoy es coronavirus, pero es también una voluntad política que no quiere que nos juntemos, nunca lo quiso y nunca lo querrá. Se llama neoliberalismo, y no se elimina con alcohol en gel.
Texto: Ema Zelikovitch
Imagen: Eran Zelikovitch
[1] Autores de la teoría del discurso como David Howarth, Ernest Laclau o Chantal Mouffe plantean esta concepción.
[2] Jon Beasley Murray y Franco Berardi “Bifo” hablan de política del afecto y de dimensión afectiva del cambio social.