El amor propio desde el espejo feminista

Mucho se ha escrito en este último tiempo sobre el amor. Amor romántico, amor libre, poliamor, amor heterosexual, amor lesbiano. En otras palabras: diferentes formas de amar a otros.
Foto: Colectivo Ma Colére

ahora

en esta hora inocente

yo y la que fui nos sentamos

en el umbral de mi mirada

Alejandra Pizarnik

Columna de opinión

Mucho se ha escrito en este último tiempo sobre el amor. Amor romántico, amor libre, poliamor, amor heterosexual, amor lesbiano. En otras palabras: diferentes formas de amar a otros. Cabe, en medio de este debate sobre nuestros vínculos, preguntarnos: ¿Cómo es el vínculo con nosotras mismas? No necesariamente porque “si no nos amamos a nosotras mismas nadie más lo va a hacer”, sino porque quererse es valioso y disfrutable en sí mismo. El amor propio más que un capricho individualista, un trillado leit motiv o una loca idea hippie, tiene que ver con complejos procesos de construcción y deconstrucción, subjetivos, emocionales y sociales, y es por ello, un tema imprescindible en la agenda feminista.

“Propio” deriva del latín pro privo, a favor de lo privado, y es en esa privacidad donde podemos ver con honestidad cómo es el amor que nos tenemos; lo que no niega que nuestras emociones estén atravesadas también por lo político, porque lo personal es político. El amor propio implica reconocernos dignas y valiosas en un contexto que generalmente nos dice lo contrario, implica dejar de utilizar una vara externa para medirnos y comenzar a elegir lo que nos define, a elegirnos.

Empoderamiento es otro término del que se ha escrito mucho llegándose a perder, por momentos, la potencia de su significado. Debemos rescatar la noción de empoderamiento del vaciamiento y volver a colocarla sobre la mesa como una de las dimensiones esenciales para construir desde el feminismo. Empoderamiento en su sentido más literal de tomar el poder, de sentirnos y ser poderosas. Proponernos un empoderamiento colectivo e individual, de conciencia, pero también de y desde nuestros cuerpos. Según Marcela Lagarde las mujeres tenemos que ser egoístas aunque esto signifique ubicarse del otro lado de lo “adecuado” y desarrollar un fuerte y honesto sentido de nosotras mismas, para recuperar el tiempo y el cuerpo propios.

Hablar de empoderamiento es, necesariamente, hablar de la relación (cambiante y volátil pero definitoria) con nuestros cuerpos. El cuerpo delimita nuestra forma de estar en el mundo, es lo propio ‘hecho carne’. Como nunca recibimos el mensaje de que nuestro cuerpo es valioso sencillamente porque lo habitamos, aprendemos a evaluarlo por su forma y estética, y no por lo que habilita (movimiento, emoción, vida). Es por ello que no debemos desestimar el carácter necesariamente narcisista del empoderamiento en las mujeres. Mediante procesos que implican una cierta “hiperobjetivación” nos constituimos como seres encarnados y a la vez, como sujetos de derecho. En palabras de Mari Luz Esteban “estamos «condenadas» a intensificar nuestra conciencia corporal, a ser, más que nunca, cuerpos de deseo y al mismo tiempo egos hipertróficos, cuerpos narcisistas, porque la emancipación, implica, hoy por hoy, para las mujeres, un proceso de reafirmación, un ejercicio implícito de narcisismo corporal, si se quiere”. No en términos psicoanalíticos, sino en procesos de exploración interna, de conocimiento de una misma.

Uno de los mayores desafíos que debe enfrentar el feminismo (aún en los países donde las brechas, los sesgos y la desigualdad son menores) es el mito de la belleza física asociado a la feminidad y la enorme carga que significa para las mujeres, siendo su contracara la leyenda de la feminista fea y bruja. Si bien ha habido avances en la incorporación de las mujeres al trabajo remunerado y a los sistemas educativos como consecuencias de las luchas feministas, de la obligación de ser lindas no hemos logrado escaparnos aún. Este mandato vuelve a las identidades femeninas vulnerables y dependientes de la aprobación ajena, necesitadas de un otro que las valide, sosteniendo así una fuerte relación de dominación. Se trata, como dice Naomi Wolf, de un mandato para todas, más allá de las múltiples interseccionalidades que nos atraviesan como colectivo. “Nunca ninguna sociedad exigió tantas pruebas de sumisiones en las imposiciones estéticas, tantas modificaciones corporales para feminizar un cuerpo. Al mismo tiempo, nunca ninguna sociedad permitió tanta libre circulación corporal e intelectual de las mujeres. El remarcar la feminidad parece una excusa después de la pérdida de las prerrogativas masculinas, una manera de tranquilizarse, tranquilizándolos” (Teoría King Kong, V. Despentes).

Hoy ser mujer es tener que ser bella; significante cooptado y reservado para unas pocas, si es que para alguna. Ocupándonos y preocupándonos por ser atractivas el tiempo dedicado a otras actividades se vuelve escaso. El mandato de la belleza es, entonces, una forma de opresión. Como explica Carla Rice: “Cada vez que nosotras, mujeres, nos miramos a través del ojo de nuestra cultura, nos vemos a través del ojo dominante. Nos comparamos con ideales de belleza inaccesibles que no hacen más que fortalecer un sistema sexista, racista y de competición. Consumimos imágenes que nos ocupan y nos impiden todo tipo de poder. Cuando nos miramos a través de ojo dominante, nos convertimos en autocríticas y en jueces. Cesamos de amarnos y cuidarnos”. Frente esta disyuntiva se nos presentan dos alternativas: liberar el significante de la belleza para reinterpretarlo y reapropiarlo, es decir, elegir otras maneras de ser bellas, o terminar con el mandato de la belleza obligatoria, dejar definitivamente de creer que tenemos que ser estéticamente agradables para otros. En el fondo las consecuencias son las mismas: la belleza dejará de ser un mandato de competencia y pasará a ser un vínculo cercano y consciente con una misma, cargado de autenticidad y reconocimiento. El espejo dejarán de ser los otros y pasará a ser nuestra fuerza y convicción feminista, nuestro poder de definirnos. Estar a gusto y cómoda en nuestra piel es, sin lugar a dudas, una importante herramienta de vida.

En este sentido, debemos incluso cuestionar el uso de la noción de lo atractivo en algunas consignas feministas como: “te quiero linda, libre y loca”, “no me gusta cuando callas”, “mujer bonita es la que lucha”, por ejemplo. Por un lado, parecen frases acertadas en tanto se contraponen a la imagen de la mujer moderada y pasiva que la sociedad se encarga de imponernos, alentando a tomar posturas subversivas que hagan frente a las las injusticias y discriminaciones que sufrimos por nuestra condición de género. Sin embargo, su discurso sigue apelando a ese otro externo que deseamos que nos valide como mujeres atractivas. Entonces siguen reproduciendo el estereotipo de mujer-para-otro/a donde la aprobación y el reconocimiento se colocan por fuera de nosotras. Esto es más fácil de comprender cuando ubicamos al varón en ese mismo lugar: “Varón bonito es el que cuestiona sus privilegios”.

Si pensamos en la presión estética que sufren las mujeres, no podemos dejar de mencionar una de las más mortificantes: el culto a la delgadez. Por ello creemos pertinente adscribir, como feministas, al movimiento antigordofobia. La gordofobia es la discriminación estructural y cotidiana a la que están expuestos los y las gordas. La “lucha contra la obesidad” se posiciona como un paradigma de salud patologizante y la gordura un tema moral, puesto que implica un “factor de riesgo” para una vida saludable. Riesgo corporizado, presente en la inevitabilidad de la carne, cargado de prejuicios y significaciones negativas. Los cuerpos gordos, hipervisibles, son invisibilizados en la mayoría de los espacios, y, cuando logran acceder a los medios de comunicación lo hacen desde la figura de la gordibuena, plus-size o mujer “real”. Es decir, la gorda linda y proporcionada, que además se cuida y hace ejercicio. Ante esto, el movimiento antigordofobia se propone valorizar los cuerpos gordos, dejar de pensarlos como cuerpos en construcción y abrazarlos en cuanto tales. “No queremos que nos digan querete, queremos que nos digan te quiero” dice una activista. ¿Cuáles son las posibilidades de construir el amor propio en un sistema que pretende “arreglarnos” constantemente?

Otra cuestión sobre la cual reflexionar y trabajar es nuestra sexualidad en su sentido más amplio, solas y acompañadas. La sexualidad, como sabemos, tiene mucho de construido y muy poco de natural. Es fundamental entenderla y vivenciarla no sólo cómo lo relacionado al acto sexual (y acotado muchas veces a los diferentes tipos de encuentros sexuales que tenemos con otras personas), sino como una parte importantísima de la construcción de nuestra identidad que gobierna gran parte de nuestras vidas. La sexualidad no es aquello que sucede con otros, es al contrario, algo muy íntimo y profundo, que deriva del vínculo que tenemos con nosotras mismas. Tiene que ver con las diferentes formas que adquiere lo erótico, que, como explica Audre Lorde, se lo ha usado contra nosotras alejándonos de su exploración como fuente de poder y conocimiento. Lo erótico es un espacio ubicado entre el “yo” y nuestros sentimientos más fuertes, es un sentido interno de satisfacción al que sabemos que podemos aspirar, una vez que lo hemos vivido. Lo erótico se manifiesta a través de nuestra capacidad de goce, y muestra una auto-conexión donde ese goce nos recuerda lo que somos capaces de sentir. Porque habiendo experimentado la profundidad de estos sentimientos, y reconocido su poder, por auto-respeto, no podremos exigir menos de nosotras mismas.

Cuenta el colectivo Manada de Lobos que la mujer es construida como un artefacto político que no consigue asumir la soledad. Estar sola es traicionar sin nostalgias la familia, la clase, la patria, la pertenencia, el género, desertar en su concepción más pura de “irse al desierto”, como acto de reconociliación emocional con esta soledad. Allí “desde el fondo de esa soledad, interrumpida por una puesta en común de las distancias, revelar no sólo el rechazo de una sociabilidad envenenada, sino al mismo tiempo llamar-convocar a una nueva solidaridad de manadas por venir”. Esta es una invitación a descubrirnos, deconstruirnos y a(r)marnos, empoderadas desde nuestros cimientos. A observarnos y apreciarnos desde nuestro espejo feminista ese que valora lo auténtico–. A retirarnos para sanar y empezar a estar en el mundo con otra fortaleza. A impulsar nuevos sentidos de lo colectivo, nuevas forma de vincularnos, porque reconocernos a nosotras mismas también es reconocer a otras. Aprender a disfrutarnos en nuestras múltiples versiones. Hacernos el espacio, solas y acompañadas para este proceso. Dedicarnos a las lecturas feministas, a los encuentros entre mujeres, enriquecedores y disfrutables, atravesados por la complicidad de nuestras convicciones, hablar de nuestra sexualidad, de nuestros cuerpos y nuestras emociones. Descubrirnos, politizarnos y volver a construirnos.

Inés Martínez Echagüe y Sofía Cardozo Delgado

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