Nuestro amo juega al esclavo

La Guerra Fría dominó la política mundial durante la segunda mitad del siglo XX. Las acciones de oriente y occidente se encontraban constantemente enmarcadas en un contexto binómico donde dos grandes potencias con cosmovisiones opuestas se repartían el planeta. Con la disolución de la U.R.S.S. el proyecto capitalista se extendió por la totalidad del mundo y se encontró con la libertad de llevar más allá su proyecto político social. Sin querer entrar en un análisis sobre las condiciones de vida en el campo del socialismo real, la caída del bloque soviético significó la pérdida de un contrapoder al proyecto capitalista liderado por Estados Unidos.

La importancia de una alternativa al sistema de libre mercado también se materializaba en occidente, como se comentaba en Europa por aquellos tiempos; en las mesas de negociación colectiva, junto a empleados y patrones, se le reservaba una silla al régimen socialista. Es decir que las relaciones laborales de occidente estaban estructuradas por la existencia de un modelo que les brindaba derechos a los trabajadores. Es así que a los años posteriores a la Segunda Guerra Mundial se los denominó la Edad de oro del capitalismo, debido a que fue una época caracterizada por un crecimiento económico en el que el Estado tenía una presencia significativa y se preocupaba por resolver los principales problemas sociales. El Estado de bienestar que caracterizaba al sistema capitalista por esos años debía gran parte de su construcción y desarrollo a la existencia de una alternativa a ese modelo económico social que, de alguna forma, lograba ampliar el campo de lo posible de los trabajadores.

Las discusiones ideológicas también estaban estructuradas sobre la base de una dicotomía: la libertad representada por el modelo capitalista y la igualdad defendida por el socialismo. Se puede sostener, entonces, que la vencedora de este conflicto dialéctico fue la libertad. Contrariamente a lo que sostiene el polémico teórico Francis Fukuyama, el fin de la Guerra fría no significó el fin de la historia ni el fin de las ideologías que fueron sustituidas por la economía, sino que fue una victoria concreta de una ideología sobre otra. Representó la victoria de un modelo económico basado en el libre cambio. Es necesario tener en cuenta las trampas que conlleva el término liberalismo y la asociación del concepto de libertad a un modelo como el que resultó el gran ganador del siglo XX. El liberalismo se centra en la idea de que el Estado, (entendido como aparato gubernativo) no debe tener una intervención activa en la economía (sociedad civil) y que su acción se debe reservar a garantizar las condiciones básicas como para que el mercado económico se desarrolle en libertad y establezca sus reglas. Como denuncia Antonio Gramsci, el error del liberalismo es reducir el concepto de Estado al de aparato gubernativo. El Estado es la suma entre el aparato gubernativo y la sociedad civil, es decir que el conjunto de organismos privados que forman la sociedad civil son parte del Estado. La decisión de que el gobierno no intervenga en los asuntos económicos deja a las personas libradas a las leyes del mercado. Es por eso que el liberalismo también constituye una forma de reglamentación estatal. La trampa de identificar la libertad con este modelo es no tomar en cuenta que el liberalismo es una manera de estructurar las relaciones sociales.

Ya a partir de los años 70, el modelo económico occidental sufre un drástico cambio que redunda en el desmantelamiento del Estado de bienestar característico de los años anteriores. El capitalismo adopta nuevas formas que según el sociólogo Robert Castel pueden definirse como de reindividualización y de descolectivización de las sociedades. Las relaciones laborales a partir de 1970 fueron ganando en flexibilidad, para desgracia de los trabajadores. Esta flexibilización del mercado laboral se acentuó con la caída del bloque socialista que oficiaba de contrapoder, hasta llegar a la situación actual. También es necesario tener en cuenta el proceso globalizador que tomó fuerza de forma vertiginosa en las últimas décadas y que devino en una pérdida del margen de acción de los estados-nación frente a los poderes trasnacionales.

En la actualidad encontramos ejemplos de empresas como Uber, que se instalan en varios países del mundo sin atender las reglamentaciones propias de cada Estado y desarrollan un vínculo con el trabajador que saltea las obligaciones de la relación patrón-empleado.

Este cambio en las relaciones laborales, ocurrido a fines del siglo XX y que se profundiza en la actualidad, cuenta con batallas culturales libradas por el poder hegemónico con el fin de legitimar los cambios materiales en las conciencias de los sujetos. La pérdida de seguridad laboral y las desregulaciones generaron el desarrollo de valores individualistas en la sociedad. Los trabajadores ya no luchan juntos por mejorar sus condiciones de vida, sino que cada uno por separado busca ganarse la vida. No se busca ascender con su clase, sino que se pretende ascender sobre su clase. Los antes explotados hoy son excluidos y, como señala Castel, los excluidos no tienen nada en común más que su condición de excluidos.

La idea de la responsabilización individual de la pobreza o del desempleo caló hondo en nuestras sociedades. Según esta premisa, una persona es pobre porque no ha puesto todo el esfuerzo necesario para salir de esa situación. Esta idea se centra en la meritocracia como el valor fundamental de la sociedad, la situación que ocupa cada persona es un reflejo de sus méritos y capacidades. De esta manera, se invisibiliza la situación de la que parte cada sujeto y las diferencias de oportunidades que cada uno tiene. A su vez, el concepto de meritocracia parece aplicarse únicamente a la clase trabajadora, a la que se le exige esfuerzo y superación. Sin embargo, no se cuestionan privilegios como las herencias económicas y culturales a las que tienen acceso las clases dominantes, que no requieren de ningún mérito personal, por lo que van en contra de esa idea. Estos valores culturales fomentan la desmovilización de las personas, quienes cuando son víctimas de una injusticia ya no se rebelan, sino que se deprimen.

Los autónomos o trabajadores independientes son la máxima expresión de la conjunción entre las desregulaciones laborales y la batalla cultural desatada para su legitimación. En el plano laboral, los trabajadores independientes tienen menos derechos que los trabajadores de siglos pasados. Derechos adquiridos a través de años de lucha, tales como el salario vacacional, el seguro de paro o licencia por enfermedad, fueron dejados atrás por una regulación que no los reconoce como empleados de una empresa. Esta lógica no solo se aplica en empresas transnacionales, se observa incluso en organismos públicos donde exigen que el trabajador se cree una empresa unipersonal o con tercerizaciones del personal.

Estas transformaciones en el plano económico necesitan su sostén en el ámbito cultural, es así que surgen figuras encargadas de reproducir un discurso que se encarga de fomentar el individualismo y la meritocracia. Estos gurús posmodernos, con sus conceptos como sé tu propio jefe, arriésgate o empoderamiento, son los intelectuales orgánicos de las transformaciones económicas y sociales de las últimas décadas. Son portadores de un discurso que genera deseos en las personas y busca hacer a cada uno responsable de su éxito personal, y por lo tanto, responsable también de su fracaso. La personificación de estos valores corresponde a la figura del emprendedor, concepto sumamente usado pero no tan bien definido. Emprendedor podría ser cualquier persona que tenga iniciativa y que tome riesgos, sin importar su punto de partida o sus condiciones materiales, al fin y al cabo, todos somos capaces de tener buenas ideas e iniciativa, todos somos potenciales emprendedores. De esta forma, se puede definir como emprendedor al dueño multimillonario de una gran empresa con sucursales a lo largo del mundo, pero también es emprendedor aquel trabajador de Uber que cumple una jornada completa ganando lo justo para su supervivencia.

Esta sociedad de emprendedores es el sueño húmedo de los liberales se invisibiliza tanto al empleador como al empleado, y la lucha de clases queda reducida a la lucha individual por la superación personal. Los explotados no solo no identifican al explotador, tampoco asumen su condición de explotados. Mediante esta lógica, jugamos a ser nuestros propios amos. Pero no existe amo sin esclavo, por lo que nos esclavizamos a nosotros mismos y, mientras tanto, el verdadero amo juega a no existir.

Texto: Daniel Cuitiño Volpe

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