Ser o no ser arte, esa es la cuestión

Como oyentes inocentes, no especialistas en música, ¿qué podemos observar al comparar las obras musicales de Arnold Schönberg (1874-1951) y Claude Debussy (1862-1918) con las de Wolfgang Amadeus Mozart (1756-1791)? Una posible respuesta sería el énfasis que se hace en algunos componentes musicales: fuerza en que se “atacan las notas”, intensidad, altura, timbre. Estos componentes hacen especial la música de principios de siglo XX: el timbre y el ritmo pasan de a poco a subordinar, en cierta medida, a la altura.

Como lectores inocentes, no especialistas en literatura, ¿qué contrapunto podemos establecer entre las obras de Jorge Luis Borges (1899-1986) y de César Vallejo (1892-1938), al considerar, por ejemplo, las siguientes ideas: Lo que siempre me ha faltado en la vida es vida y muerte (Borges) y escribir mientras ello obedezca a una entrañable necesidad mía, tan entrañable como extraliteraria (Vallejo)? Una posible respuesta se relaciona con que mientras que Borges se divertía con la filosofía para producir estructuras narrativas con la apariencia dinámica de la aventura fantástica (buscaba la perfección de un artefacto literario), en Vallejo, si bien esto último no dejaba de estar presente, el artilugio literario estaba al servicio de lo extraliterario (buscaba vehiculizar emociones que no estuvieran en relación con el artefacto).

El filósofo Washington Morales ablanda estos “equilibrios lábiles en tensión”. Egresado de la Licenciatura en Filosofía (Facultad de Humanidades y Ciencias de la Educación, Universidad de la República) y docente de la Sección Estética del Instituto de Filosofía de esta facultad, Washington cuenta su investigación sobre la filosofía del arte, con su fuerte en la música y la literatura, ahondando “un poquito en preguntas sobre la imagen visual”.

Washington deja en evidencia su fuerte pensar como filósofo, “que a veces toma cosas de otros lados para colocarlas en lugares no esperables”. Desde niño se hacía preguntas que, “vistas desde ahora, no se pueden responder ni desde la Facultad de Ciencias ni desde los textos literarios”, cuenta. Entre estas preguntas, muchas de ellas en expansión en los viajes que hacía desde su casa, en Piedras Blancas, hasta la escuela, en Pocitos, en el 192, se encontraban las relacionadas con la experiencia del sueño y las dificultades de separar los sucesos oníricos de los de la vigilia.

Pero este tipo de preguntas, que suele hacerse la filosofía, no se explotaban tanto en tiempos escolares, y en tercero de liceo volvió a conectarse con el mundo de las letras hasta que decidió estudiar filosofía en la facultad, lo que lo llevó, en 2011, a ingresar como docente de la asignatura Epistemología y, posteriormente, de la sección Estética. Entretanto, “picoteó” en otras áreas, entre ellas, Economía y otras que fueron muy influyentes para la manera en que siguió pensando, en particular, un curso brindado por el Clemente Estable sobre Sistemas sensoriales e integración sensomotora. Esto lo llevó a pensar una nueva pregunta: “¿cómo hace uno para comprender que eso que está ahí es una imagen que te remite a un objeto, que, incluso, se te aparece como un objeto?”. De esta manera, Washington pudo integrar lo sensorial y lo motor a la filosofía del arte.

Nuestro tercer filósofo invitado cuenta las líneas de investigación de la sección en la que trabaja: desde los clásicos griegos hasta la modernidad, complejizando la idea de valor o gusto. Mientras que los primeros entendían la belleza como un atributo de las cosas, la filosofía moderna, cuyo “fundamento del edificio del conocimiento es el yo”, piensa lo que “al individuo le pasa en relación con una cosa”. Así, la Estética evidencia un vuelco en el que se mezclan lo objetivo con lo subjetivo, generando una “antinomia, una tensión entre una idea y otra que pareciera ser lo opuesto”.

Esta complejidad se extiende hasta el punto de preguntarse por algo que “se niega pero que puede reconfigurarse para llegar a la pregunta inicial”: ¿qué es el arte? Washington desarrolla las complejidades y las objeciones que encubren la reflexión acerca del arte. Para desenmascarar esta pregunta, no solo hay que ejercitar el pienso en relación con el ser del arte, sino también con el cuándo y en qué contexto algo es arte, explica.

Washington retoma una reflexión de Friedrich Nietzsche: “Solo puede definirse lo que no tiene historia”. Así, en tanto el arte es histórico, no podría ser definido. Sin embargo, esta misma característica, de tener historia, es lo que permite acercarse a una definición, dado que las modificaciones históricas en sus divergísimos funciones y estilos no niegan completamente una historia acumulativa. Aun sin encontrar un continuo completo de acumulaciones, es posible encontrar cierta identidad de esa historia. “Al fin de cuentas, ni historia de cabo a rabo acumulativa, ni historia de cabo a rabo random: en esos límites podría encontrarse una definición del arte”, sostiene.

Para salvaguardar esta difícil consideración, Washington considera la posibilidad de entender “un atisbo de identidad” en el arte: su función antropológica. Pero, como buen filósofo, es fácil encontrar un pero a lo dicho: en el siglo XX este denominador común es difícil de hallar, ya que se polarizan, por un lado, una fuerte estetización del arte (donde esta y su función social se bifurcan) y, por otro, el “todo vale”, es decir, un arte conceptual que busca expresar ideas al borde de lo literal. De esta manera, se comienza a “desfigurar la función antropológica del arte”, al separarse lo intelectual de lo sensible.

Washington desarrolla estas tensiones mediante la ejemplificación con la música y la literatura, a la vez que reflexiona acerca de las dos líneas centrales para la filosofía de la estética en la actualidad: el aspecto sociológico y el aspecto antropológico, que permiten problematizar sobre cuestiones relacionadas con la política y la cultura en relación con el arte.

Texto (H)ablando ciencia
Imagen: La reproducción prohibida (René Magritte, 1937)

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