Una marea violeta

Los globos morados iban formando un cielo en cada esquina de la gran avenida, y se pintaban las primeras pancartas sobre el suelo. Las caras de tantas y tantas mujeres, fueran del color que fueran, se veían impregnadas de violeta en labios, ojos y mejillas. Sobre las 17.30 del jueves 8 de marzo decenas de mujeres y de hombres se congregaron en la plaza Cagancha o, como para esta ocasión resulta más apropiado, la plaza Libertad. La Avenida 18 de Julio dejó de ser vía de tránsito para autos y ómnibus, y su suelo comenzó a llenarse de pisadas que advertían una marcha no precisamente chiquita. Cuando el deseo por empezar a marchar era imposible de disimular, tras saludos y abrazos de complicidad entre ya cientos de personas, la Coordinadora de Feminismos protagonizó una performance en la que se recordaron a las mujeres asesinadas por violencia machista. La gente se congregó en círculo, alrededor de aproximadamente 12 mujeres vestidas de negro, y el luto podía casi palparse en el aire. La performance en memoria de las víctimas de feminicidios y la música de los tambores, junto con la danza a la que convocó la Asociación de Danza de Uruguay, generó una energía para el arranque de la marcha que solo los que estuvimos allí podemos entender. En una mezcla entre complicidad, empoderamiento, y la profunda convicción de que las cosas están cambiando. Echamos a andar con un rumbo fijo, con un objetivo claro: poner fin a las violencias machistas por la que a las mujeres nos asesinan, nos violan, nos acosan y nos someten. A medida que avanzaba la manifestación, y encabezando la marcha, eran más voces las que entonaban al unísono un “somos las nietas de todas las brujas que nunca pudieron quemar” o “señor, señora, no sea indiferente, se mata a las mujeres en la cara de la gente”. Porque es verdad, y porque queremos que se acabe esta lacra social que es la violencia machista, porque no nos van a quemar más, porque queremos todo lo que no tuvieron las mujeres que estuvieron luchando antes, y lo queremos por ellas y también por las que vendrán. Nos están matando, y todos lo están viendo. Previo a la movilización, por las calles, en el transporte, en los distintos establecimientos de trabajo, en las oficinas públicas, las miradas cómplices se encontraban entre las que habían seguido la consigna de vestirse de negro o de violeta. Lo que pasaba ese día se puso en boca de todas y de todos. Con la conciencia física de estar marchando a la par, a paso de mujer, éramos cada vez más. Fue un evento vistoso, con un encauce de realidades bien distintas, repleto de remeras y carteles ocurrentes; algunos cómicos, otros que hacen pensar, otros tantos que duelen, y otros que esperanzaban: “Nací mujer, pero no moriré por serlo”. Cuando la mirada se dirigía hacia arriba podían apreciarse en los balcones con vista privilegiada decenas de personas que impregnaron la marcha de un sinfín de momentos simbólicos en los que la multitud fue testigo de la emoción de muchas personas, veteranas y jóvenes, que expresaban su gratitud con la causa. Fue conmovedor ver la cantidad de niñas, niños y mayores unidos en un lugar y por un motivo, por el simple hecho de sentirse bisagra entre quienes lucharon y quienes pondrán el cuerpo para luchar mañana. El astrónomo Gonzalo Tancredi calculó que ese mar de gente, que se ve en varias de las fotos del día, fueron alrededor de 25 o 30 mil personas marchando a lo largo y ancho de 13 cuadras. Llegando a Cordón la panorámica iba entrando en tensión. Portón cerrado y puertas de la Iglesia abiertas de par en par. Como en un paneo a cámara lenta, a medida que avanzábamos, se vislumbraban algunos funcionarios de la Iglesia, formados en media luna y clavados como estacas debajo del marco de la puerta, como esperando que algo pasara. La tensión duró algunos minutos, hasta que la marcha giró en su dirección y los cánticos comenzaron a dirigirse a ellos. Al rato, continuó su rumbo. Minutos más tarde la Iglesia fue pintada y sus actores condenados por gran una parte de la opinión pública. Después de la marcha se pudo leer en redes: “Qué ganas de ser pared para que te indignes cuando me tocan sin permiso”. Cerca del final, la marcha llegó a la explanada de la Universidad. Éramos más mujeres que copias en papel de la proclama. Las mujeres comenzaron a leer, compartiendo las letras. Recitaron con sus voces a la par. Niñas, madres, jóvenes, ancianas: todas allí, compartiendo. Temblorosas al principio, las voces se hicieron más fuertes juntas, mientras reforzaban cada concepto en colectivo con una convicción que erizaba la piel. Después nos dimos el “abrazo caracol” y no hizo falta decir nada más. Lo llaman sororidad. Texto: Sofía Umbre y Ema Zelikovitch Fotos: Valeria Amaro, Fanny Rudnitzky, Mariana Tenenbaum, Ximena Vargas 

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