Testamento de un instante. Entrevista a Esteban Beltrán Verdes

El primer libro de Esteban Beltrán Verdes (Madrid, 1961) fue Marian o la muerte que no admite olvido, publicado por Félix Grande en Cuadernos Hispanoamericanos, en la década de los 80. El segundo, La jodida intensidad de vivir, ha sido recientemente publicado, en Vaso Roto. Esteban se dedica a identificar y tratar de someter a la justicia a verdugos y a apoyar a sus víctimas a través de su trabajo como director de Amnistía Internacional en España. Da clases de derechos humanos a alumnos perezosos, y también entusiastas, en cursos de posgrado en cinco universidades españolas y una argentina. Ha publicado un ensayo en Debate titulado “Derechos torcidos: tópicos, mentiras y medias verdades sobre pobreza, política y derechos humanos”.

Son las 11.00 y la cantina del Centro Cultural España recién está abriendo. Piso la cancha y siento el olor a la zona mixta. “Yo bien podría trabajar aquí”, pienso después de acomodarme en una mesa contra la ventana, en el salón vacío. Esteban ya estaba en camino y aprovecho para probar la grabación con el celular. Sonaba bien, a pesar de los ruidos atrás de la barra. El mediodía no se atrevía a sacar el sol y a Montevideo se le veían las canas, la humedad parecía estar mojándolo todo. La escena del crimen, puro moho. Con un sorbo de café, abro el libro para repasar ese párrafo que termina preguntando: “¿Habéis follado con alguien que no quiere vivir? ¿Se puede desear, siquiera un segundo, a quien no quiere vivir?”. Me contradigo justo cuando llega el autor. Con ustedes, el testamento de un instante.

La jodida intensidad de vivir. Me encontré con una obra que tenía varios géneros en sí misma. ¿Cómo la definirías vos?

Es difícil definirla, porque nunca se pensó que iba a ser un libro. La ventaja de escribir un libro cada treinta años es que ni tú mismo ni nadie lo espera.

Yo no pensaba escribirlo, pero salió un libro y fue necesitando géneros. Fui a la poesía para captar los instantes de lo que estaba viviendo, busqué la prosa porque necesité un poco más de análisis, un poco más de humor, y luego se ordenó cronológicamente de forma casi espontánea, porque fue escrito en directo y según me iba ocurriendo. Tampoco tuve que tocarlo.

Luego que fue libro, hallé una profesión que me encantó, la de jardinero minimalista, y desde ese lugar lo corregí durante más de un año bajo la premisa de “menos es más”, intentando quitarle toda la hojarasca y llegar finalmente a algo que creo que es, más o menos, el reflejo de lo que viví en esos tres años en los que me ocurrió de todo en la vida.

En esa estructura vi poesía que se podía tomar casi como prosa poética, con versos largos, sin rima, desacentuados. Y después de golpe te metés en el relato novelesco, en momentos ficción, en momentos diario íntimo, en momentos con una cámara por encima que todo lo ve y, por otro lado, tripa que viene podrida de adentro. Me pareció peculiar e interesante la manera en que ese relato se va construyendo. ¿Pensás que hay dos narradores o dos voces?, ¿el poeta y el escritor-narrador?

Está muy bien visto. Hay un escritor argentino, Leopoldo Brizuela, con el que hablábamos de que hay una primera parte en la que más que versos eran versículos, o sea, que eran versos largos. Y en el fondo es así, es una parte torrencial, necesita mucho verso.

Luego, efectivamente intento mantener una distancia, que es la parte de la prosa, cuando me da el humor, cuando intento hacer y manejar la situación con prosa. Si te das cuenta, el libro se va haciendo poco a poco con versos más breves, de repente aparecen poemas más cortos.

No lo había notado, sí, al final en “Poemas vagos de la muerte”. Esa última parte me recordó a Antonio Porchia, poeta argentino que tiene esas voces y esas máximas que resumen en uno o dos versos un contenido y un juego conceptual.

Vos le dedicás el epílogo a la muerte, ahí te la traigo y te pregunto: tenemos a M, a V, a Polonia… ¿Es la muerte el cuarto personaje de este libro?

Más que la muerte, es morirse. Porque el problema no es la muerte, es morirse. La muerte es una amenaza, pero para mí la amenaza más grande es morirse, y ahí surgen varias cuestiones. Morirse en el sentido de una enfermedad, como V, que de repente muere inesperadamente.

Con M el libro refleja una época de seis meses de agonía, que paradójicamente tiene aspectos de cuasifelicidad. Al final hay un poema que se llama “La vida esencial”, que habla de lo que queda, de lo que va quedando; cuando le despojas futuro, le despojas estabilidad, le despojas promesas, queda el núcleo.

Morirse tiene que ver con la presencia del suicidio, que se da en Polonia y que también es otra amenaza. Y morirse incluso tiene una parte que tiene que ver con el abandono amoroso; en el fondo mueren las cosas y se convierten en recuerdos y, por tanto, en una distracción de la realidad.

Entonces, en realidad, el cuarto personaje es morirse.

Tengo una amiga, que presentó el libro conmigo, que dice que muerte y morirse aparecen ciento dos veces en el libro. Leopoldo Brizuela piensa que no es muerte sino no la palabra más reiterada. No como un elemento de empuje, no como recurso literario. Entonces entre no y muerte/morirse es donde más frecuentemente están las palabras en este libro.

Nombraste “la vida esencial” y yo lo veía en contraposición a lo extraordinario, lo ordinario, entre la vida esencial y la necesidad del monstruo, que es otro de los nombres que titula uno de tus poemas. ¿Qué es extraordinario y qué es ordinario para Esteban?, ¿por qué La jodida intensidad de vivir los pone juntos?

Todo es extraordinario y todo es ordinario, lo único que cambia es la mirada.

¿Qué es más ordinario que la muerte, más cotidiano que morirse? Sin embargo, hay una especie de rebeldía en no querer que mueran tus seres queridos. Hay un poeta gallego que habla de que “solo tengo la muerte cuando la pienso en vosotros”. Algo tan ordinario, pero contra lo que uno se rebela.

Hay un verso que dice algo así como “nada más y nada menos que una historia de amor”. Lo que pasa es que a las historias de amor uno las ve como extraordinarias en un momento de su vida, pero no hay nada más ordinario que una historia de amor.

Todo juega en ambos aspectos porque todo depende de cómo lo mires. En el fondo todo depende de cómo utilizas las manos o cómo utilizas los ojos para que sea ordinario o extraordinario. Y va cambiando. Cuando se deteriora, comienza a ser ordinario; es todo un juego que hay y que en el libro se va dando.

Ese monstruo, ¿lo podemos identificar con el amor?, ¿podemos verlo desde el lugar en que necesitamos que nos pasen cosas ordinarias para sentir que tenemos una vida esencialmente arraigada?

La necesidad del monstruo se refiere a que es una salida más: cómo ves a la persona que amabas. En ese momento piensas que no te gustaría la deformación de la nostalgia, pero también tienes un monstruo, para olvidarla necesitas verla en sus miserias. Pero es una idea baldía, una idea que no ocurre, porque nunca lo ves como una necesidad al monstruo, pero lo necesitas. Yo lo necesité. Porque si vas buscando una salida, una de ellas es verla como monstruo, pero fracasé. No pude verla como monstruo.

Hay algo en lo que me sentí defraudado, aunque es algo positivo para la obra. Empezás en el primer cuaderno diciendo que antes de que venga la necesidad de la venganza, del rencor, necesitás hablar, escribir y expresarte. Y yo creo que nunca aparece en el resto de los cuadernos, en la parte narrativa, ese rencor y esa venganza. Sino, por el contrario, veo valorizando mucho a los personajes, la experiencia y el haberte encontrado con ese Esteban que esta parte de tu vida te deja hoy. Y sos quien sos gracias a todo esto.

En cambio, sí aparecen la venganza y el rencor en la poesía. Quizás porque la poesía te permite esa distancia, no ser tanto Esteban, tan autorreferencial, y el lenguaje te deja camuflar el veneno para que salga con otro ritmo, con otra sonoridad.

En el fondo la búsqueda es de la nada o del todo en el libro. Entonces, cuando todo es imposible, sea la muerte o sea el amor, lo que intentes es la nada.

Hay una parte en la que digo que “no quise haber sido la memoria de ninguna vida” porque la memoria dolía. Lo que busco es la nada cuando ya no puedes conseguir que la persona viva o se quede contigo. La forma de buscar la nada, el olvido, que la imaginación muera. Porque la imaginación te mantiene las veinticuatro horas en alerta, de guardia.

La nada tiene muchos caminos, tiene el monstruo, tiene el rencor. Y ante esa nada se rebela la esperanza, que es otra parte del libro. El libro es incluso esperanzador, como soy yo en mi ser natural. La esperanza lo va deformando todo, te va asaltando todo el tiempo, a veces habla de un sentimiento vergonzante.

Entonces es la búsqueda de la nada, con una excepción que es la parte del libro que tiene que ver con la agonía, y en la agonía lo que busco es la vida esencial. Esos seis meses que quedan para siempre. Por lo tanto, yo creo que el rencor es simplemente a veces una salida que hay.

Una de mis crisis fue aquí, en el Regency Golf, un hotel de nombre ridículo que nunca he vuelto a visitar. Ahí intente buscar la nada fuertemente y encontré la verdad de lo que debería ser: no esperes que vuelva, no esperes nada o se quedará para siempre.

Es la búsqueda de la nada: eso es en realidad lo que buscaba. Cuando ya la derrota se ha producido (derrota por llamarlo con una palabra grandilocuente), cuando ya se ha producido lo que no puede ser, pues buscas la nada.

Al final del libro es cuando entendí que todo se había producido y no me alivió escribirlo, porque el libro no consigue la nada: la nada la consigues cuando terminas el libro. Ahí es cuando me sentí aliviado. Cuando terminé ese último poema entendí que ya todo había pasado, lo deposité en un cajón pensando ya se acabó, y luego volvió por las circunstancias de la vida. El intento es la búsqueda de la nada, pero la esperanza peleó para que siguiera teniendo cosas.

Conozco el despojo. No es escribir lo que te alivia, sino cuando terminaste. Hay una fuerte necesidad de expresarlo en palabras…, que pueden quedar en un cajón, que las puede leer un amigo, que lo pueden leer las musas que te inspiraron, porque se te ocurre que puede ser positivo que lo lean para terminar la ceremonia de ese exorcismo.

Yo, modestamente, entiendo la literatura de la misma manera que Levrero me explicó en sus libros. Hay una anécdota maravillosa que cuenta que Levrero les estaba enviando libros a los editores y ellos se los devolvieron con comentarios sobre su estilo; y él les contestó algo así como: ¡Qué me decís de mi estilo si yo me estoy jugando la vida en la forma de escribir!”.

Bueno, así lo sentía: yo me juego la vida escribiendo y me gustan los autores que se juegan la vida escribiendo. La vida interior, que son capaces de defender la autenticidad.

Pero además a mí me sirvió —no de desahogo, pero me sirvió— para encontrarme con las grandezas del ser humano. En los ámbitos miserables del ser humano me ayudó.

La autenticidad, si además va unida a una parte de la belleza que todos llevamos dentro, el encontrarte auténtico y el realmente buscarte y que sea real, que sea puro, que no haya nada impostado, me sirvió para vivir, para sacar la cabeza del agua. Lo auténtico me sirvió para vivir, y la belleza acompaña.

Me meto nuevamente en los personajes de la obra. Aparece una pareja de argentinos, psicólogos, ya en el tramo final de la historia. ¿Pueden ser vistos como un espejo para vos examinarte en ese último momento? ¿Y que el Río de la Plata en sí mismo, Montevideo, Buenos Aires, en ese vaivén con Madrid, viejo mundo, nuevo mundo, hayan sido un espejo para mirarte?

Prefiero que el lector no sepa si todo es real o no es real. Porque yo tampoco lo sé muy bien. Porque… ¿qué es real y qué no?, ¿quién te dice qué existió y qué no existió? Uno se da cuenta de que con el paso del tiempo uno recuerda como cree que recuerda, y a lo único que aspira es a que su vida se parezca lo más posible a la vida que recuerda.

Esa pareja de argentinos aparece en el libro como una ayuda inestimable, pese a ellos. Y en unas comidas inolvidables.

Ese cuarto y quinto cuaderno son la parte del libro en la que intento manejar la derrota. La derrota ante la muerte, la derrota ante morirse, la derrota ante el amor. ¿Y cómo se sale de esa derrota? Es en este caso con personajes que te van contando cosas que te alivian y racionalizan. Porque es muy importante, cuando estás en la locura, que alguien racionalice. Y en el libro se expresan con términos casi médicos.

Sí, como que vienen a calmarnos a todos. Es un hallazgo importante y necesario que aparezcan estos dos sujetos con todo lo que es real o lo que no. Para mí, es el Río de la Plata albergándote y diciéndote: “Mirá: podés ser feliz”.

Esos dos personajes fueron cruciales para mí. El tono que va teniendo el libro al final es un tono más bien de despedida, de que la locura se hace evidente, y cuando eso pasa es porque ha dejado de ser locura. Cuando uno ya no piensa en la muerte es que ya no echa de menos a quienes murieron. Ahí es cuando el libro se va condensando, se va haciendo más corto.

Y efectivamente está muy bien visto: estos dos argentinos son el freno, son la racionalidad que le sirve al lector y me sirve a mí para pensar que estoy en otra estancia, que estoy en otro momento, y que el momento de la locura y el desamparo ha pasado y que hay además una forma de explicarlo.

Como decía Campbell en El viaje del héroe: el héroe tiene esa última crisis final donde resucita y viene la salvación. Esto funciona muy bien como último estandarte para sostenerte y sujetarte a tierra, para que el raciocinio sea el recurso que te ilumina.

Claro, porque lo que utilizó anteriormente no sirvió. Utilizó la esperanza y no sirvió, utilizó el olvido y no sirvió, utilizó el monstruo y no sirvió, utilizó el recuerdo de la vida que fue antes de la agonía y no sirvió o no sirvió tanto. Al final busca una salida que tiene que ver con el raciocinio. Era buscar una salida y me la dio el último cuaderno, encontré en esos personajes el exorcismo científico.

Hay una parte en la que hay bastante ruido, en donde aparece el psiquiátrico, es una sala de espera. ¿Necesitaste meterte en el lugar de los locos para tener una sala de espera antes de que viniera el infierno? ¿Sentís que había silencio que te dejaba condensar los versos para ese lado?

No. La locura del psiquiátrico fue el segundo infierno. Cuando te das cuenta de que la persona que habías encontrado y con la que compartiste tu vida no era solo una rareza de la existencia, sino que además estaba enferma. Y eso te acompaña mucho tiempo, incluso terminado el libro, en el sentido de que podías haber hecho de otra manera las cosas si hubieras pensado de forma racional en lugar de pensar de forma de que la locura llegara a tu vida. En mi opinión, no hay nada de tranquilidad, hay angustia, poemas de psiquiatra.

Angustia porque se añade otro factor, que es la locura, la enfermedad mental. Entonces eso agrega toda una dimensión desconocida que se hace evidente en Polonia, uno de los personajes del libro. Y eso tiene un dolor extra, porque no es solo el dolor; una relación amorosa cambia a una relación que tiene que ver más con la supervivencia, con la piedad, con otros sentimientos que no hubiera querido tener nunca. Son cinco o seis poemas que son un infierno sorprendente, y añadidos al que estaba viviendo.

Quiero felicitarte por este libro, porque como lector fue un hallazgo; realmente, más allá del valor que tiene como obra literaria, da ganas de conocerte.

Has sacado cosas, te digo, que no me habían sacado antes, y me parece muy interesante el análisis que has hecho de cómo el libro se fue construyendo. Es una cosa estupenda encontrar gente que ve cosas que tú no ves. Me da pistas y me reconozco en esas pistas…, lo que es muy interesante.

Texto: Pablo Innella

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