La diáspora de una revolución

“Es tu turno, doctor”, grafitearon chicos de catorce años en la pared de su escuela de Daraá. La policía los arrestó; miles de personas salieron a la calle a reclamar su liberación. Otra frase se venía cantando de Túnez a Egipto: ash-shab/ yurid/ isqat an-nizam, “el pueblo quiere la caída del régimen”. En esos países la movilización popular tumbaba a dos dictadores creídos inamovibles, ¿por qué habría de zafar el oftalmólogo heredero del gobierno despótico de Siria, Bashar Al Assad?

Siete años después, lo más fácil es pasmarse ante la cantera inagotable de desastres de una guerra (en realidad, de varias en simultáneo) en la que intervienen todas las potencias mundiales y regionales, bandas ultrarreaccionarias, como ISIS y Al Nusra, y el viejo régimen assadiano, que para ganar control sigue bombardeando a la población civil.

En ese contexto se inscribe el ataque con misiles ordenado por Trump, una demostración de fuerza en el tablero internacional que solo utilizó como excusa la denuncia de un nuevo uso de armas químicas en Duma. Cualquier eventual intervención mayor estadounidense empeoraría el panorama y podría desatar una escalada de consecuencias imprevisibles. Por lo demás, como señala Leila Al Shami, a quienes insisten en darle patente de antiimperialista a Al Assad y a su padre “poco importa que el propio régimen haya apoyado la primera guerra del Golfo, o haya participado en el programa de entregas ilegales de Estados Unidos donde los presuntos terroristas fueron torturados en Siria en nombre de la CIA”[1]. Ni qué decir de su actual relación con el imperialismo ruso.

Esta guerra no puede entenderse sin los intentos de bloquear la posibilidad cierta del desvío hacia una historia diferente, que de hecho empezó y fue contada de múltiples maneras por sus protagonistas. Recordemos las manifestaciones pacíficas que en 2011 partían los viernes desde las mezquitas, por ser el lugar donde tenían permitido juntarse. Sectores de una sociedad disgregada por abroquelamientos identitarios, sobre todo étnicos y religiosos, se reunían para concretar creativamente sus exigencias comunes de libertad y dignidad. Brillaban por entonces los tansiqiyyat, comités de coordinación local, muchos formados a partir de grupos pequeños con una confianza ejercitada previamente, indispensable para moverse en medio de un Estado policial. Más tarde esos mismos comités llegaron a constituirse durante un tiempo, en algunas ciudades de las que el gobierno se retiraba, como los organismos garantes de la distribución de alimentos, la salud y otras necesidades cotidianas.

Mientras se hacía patente el intercambio pacificador que se estaba construyendo, el régimen contestaba con francotiradores, artillería y torturas en las cárceles a escala creciente. Pronto se desvanecieron las ilusiones en una reforma apacible. Apareció el Ejército Sirio Libre, que primero cumplía funciones de autodefensa y organización de las milicias, en sintonía con la revolución, para luego volverse más y más extraño a ella e incluso cometer crímenes. Todavía hay enclaves de resistencia armada legítima, pero están lejos de ser los de mayor peso en el terreno y son perseguidos por la quinta columna integrista. Otro problema serio es el de las relaciones deterioradas con los kurdos, cortocircuitos que en algunas zonas se convirtieron en choques con alianzas espurias.

La obra revolucionaria tuvo que transformarse. Desde hace largo tiempo coincide con la vida que persiste por debajo de los radares. Se expresa en los rescates entre los escombros, en los hospitales y escuelas improvisados. En los chicos que siguen jugando, pese al infierno. Late en parte de la multitud de refugiados en Beirut, Lesbos y Berlín. Al menos ahora vienen los meses cálidos; sintamos una módica alegría por eso mientras donde vivimos avance el frío húmedo, que no es para tanto.

Una pancarta en la marcha del 8 de marzo en Buenos Aires: “Nos están matando a las mujeres sirias. El mundo nos ignora”. Aparte de honrosas excepciones (entre las que se cuentan personalidades como Raúl Zibechi y Eduardo Febbro, y en Argentina organizaciones como Comuna Socialista e Izquierda Socialista), desgraciadamente la izquierda latinoamericana aportó sus cuantos ladrillos al muro de silencios y mentiras.  ¿Nos detenemos a pensar un momento qué debacle significa el apoyo a una dictadura culpable de cientos de miles de muertes, desde un continente con la memoria fresca de sus genocidios? Cargan con la responsabilidad por el sabotaje a la solidaridad internacional, como los estados europeos por los ahogados en el Mediterráneo.

Pensemos de nuevo en las y los revolucionarios que luchan para vivir, hayan logrado la huida o aguanten en las ciudades arrasadas, junto a tanta otra gente que sufrió vuelcos drásticos en su existencia sin haber elegido tomar una postura. Cada momento de tregua les representa una bocanada de aire. La paz parece hoy una perspectiva lejana, sin embargo la misma experiencia de reconstrucción de la sociabilidad iniciada en 2011 muestra que es posible y necesaria.

Muchas de esas personas que decidieron revolucionarse tienen veintipico de años. Se habrá demorado más de la cuenta el turno del doctor, se habrán dispersado, pero están reagrupándose y mezclándose con otra gente en nuevos lugares. ¿No es una historia apasionante para conocer? ¿No es una historia que nos concierne?

[1] El “antimperialismo” de los idiotas

Texto: Camilo Porta Massuco

Imagen: Ghouta Oriental, 19/03/18. Bajo tierra para protegerse de los bombardeos.

Tomada por: Abu al-Hasan al-Andalusi 

Fuente: https://creativememory.org/untitled-712/

Otras notas para leer

Menú

Buscar

Compartir

Facebook
Twitter
Email
WhatsApp
Telegram
Pocket

Gracias por comunicarte con PEDAL. Creemos que la comunicación es movimiento, y por eso queremos que seas parte.
Nuestra vía de comunicación favorita es encontrarnos. Por eso te invitamos a tocar timbre en Casa en el aire: San Salvador 1510, un espacio que compartimos con otros colectivos: Colectivo Catalejo, Colectivo Boniato, Cooperativa Subte y Palta Cher.

Te esperamos.